viernes, 26 de diciembre de 2008
De zapatos e indignación
viernes, 12 de diciembre de 2008
¿Dónde te agarró el temblor?
te dedico este pequeño espacio,
que también es tuyo,
con el deseo de que nuestra amistad siga siendo bella,
para Odysseus.
¿A poco no? ¡Está igualito!
Ésta es la segunda entrega de las serie de textos que no son míos, y que van acompañados de fotos de las más tiernas infancias de mis queridos amigos. En un principio, se supone que éste fue el texto por el cual me surgió esta idea (como por septiembre, y con motivo del 23 aniversario del famoso terremoto de 1985; de hecho si buscan en este mes, encontrarán una entrada titulada "Despiértame cuando pase el temblor...", que en realidad, fue la respuesta a esta crónica), pero... en vista de que Odysseus se hace mucho del rogar, pues... apenas va llegando.
Me recuerdo frente al televisor sólo con mi típica trusa de algodón 100% y mi camiseta Rimbros al revés (entre otras cosas, para que la etiqueta no me irritara la piel). La mañana en mis recuerdos es particularmente fría, con un cielo gris y repleto de nubes. Aún así permanezco casi inmóvil, sólo el tiritar de mi cuerpecillo sacudido por la baja temperatura, el susto y la desesperanza contagiada, me dejan estar quieto mirando y tratando de entender qué es lo que sucede, por qué el desmadre en casa y por qué el olor de muerte tan intenso, olor aún desconocido para mí a los cinco años.
Recuerdo que las voces, los gritos y el desconsuelo que presencio en la pequeña habitación donde estaba el televisor giraban en torno a mis tíos desaparecidos en las calles del Centro. Por algún extraño manotazo del destino, esa mañana mi padre había descansado y dormido la noche previa en casa con nosotros. Así que la preocupación, que pudo estar enfocada completamente en él y su posible desaparición, sólo estaba con mis tíos. Por esos años los tres se dedicaban al oficio de la "ruleteada". Mi tío El Profe tenía una pesera que iba de Xochi centro a Izazaga; mi tío Bello tenía la misma ruta y su propia combi, La Nena. Me parece que mi apá "postureaba" con uno y con otro. Hacía apenas unos meses que había regresado del gabacho y aún no conseguía un empleo estable. Cosa que con los años ha dejado de recriminarse, pues la experiencia de conducir desde Texas hasta Florida le ha dejado a la larga más que ese empleo tan deseado.
La cosa estaba en que los adultos trataban de ponerse de acuerdo para ver quién se quedaba con los críos (vivíamos juntito a la casa de mi tío El Profe y de mi tía La Gorda); yo era el mayorcito y deseaba hablar y decir: «Yo me encargó». Pero la verdad es que la muerte había pasado por las calles de la ciudad y había echado a su bolsa a miles, sin discriminar, por lo que en mi casa nadie quería quedarse y nadie quería salir. Aunado, estaba el detalle de no contar con teléfono fijo, móvil o algo semejante (esas cosillas con las que ahora hacemos como que nos sorprendemos por su inmediatez).
Sin embargo, recuerdo que en el transcurso del día se supo que El Profe la había librado de manera milagrosa. Creo que él circulaba dirección Izazaga sobre Tlalpan cuando, apenas algunos metros antes de introducirse en el desnivel vehicular llamado 20 de Noviembre, ante sus ojos éste se derribó aplastando cuanto auto se encontraba en su interior. Contaba (porque ya murió, irónicamente en un accidente automovilístico cuando dormía y conducía su ayudante) que un camión de pasajeros había quedado como de un metro de altura, que se oían lamentos, gritos, quejidos, últimas exhalaciones, etcétera.
Mientras agradecía al santo de su devoción, recordó que mi otro tío, Bello, lo había rebasado y que seguro se hallaba debajo del larguísimo puente caído. Por lo que entró en shock de llanto y como loco trató de hallar la manera de introducirse entre los escombros. Su desesperación lo hizo vagar por las calles desoladas e irreconocibles del centro de la ciudad; a su paso, cual héroe bizarro, fue ayudando a cuanto infeliz pudo, contando a pedazos su propia historia y dando aliento a desconocidos que agradecidos le cargaban buenas esperanzas.
En casa, se determinó que mis padres serían los que saldrían a buscar a los tíos, pero de último momento (no recuerdo por qué) sólo fue mi apá quien se adentró en los escombros. Por la tarde, creo, vino a vernos Doña Rosita, una seño que nos prestaba su fon para llamadas de emergencia. Al parecer era uno de los tíos, pero no lo había reconocido. Irma (mi amá) salió corriendo para enterarse, girar instrucciones y de nuevo elaborar una estrategia de comunicación. Con los días, la casa y el fon de Rosita se convirtieron en el cuartel general de mi familia, pues mis tíos y papá se volvieron de pronto rescatistas y camilleros; utilizaron su destreza y sentido de ubicación para recorrer calles, sitios, plazas, mercados y hospitales dando la mano a quien la pedía y haciendo el bien como nunca. Pasaron días enteros durmiendo y viviendo entre cadáveres, olores extrañísimos y preguntándose cómo demonios levantarían la ciudad que les había dado asilo desde que llegaran de su tierra de origen.
Irma cuenta que pasaron muchos meses antes de que se fuera el olor a muerto. De vez en vez, cuando nos reuníamos a platicar, mis tíos platicaban hazañas y dolores, propios y ajenos; su desconsuelo al entrar en el Centro Médico que prácticamente estuvo en el suelo varios años (en 1990, cuando por primera vez fui a consulta ahí, aún se notaban las cuarteaduras de los edificios, los remiendos, las esqueletos metálicos que sostenían las viejas construcciones); y por supuesto, su amargo recuerdo de cómo las calles que los veían pasar diariamente estuvieron a punto de tragarlos.
He olvidado muchas cosas de ese 19 de septiembre. Lo más fresco son mis recuerdos posteriores y los famosos temblorcitos de 1986. Uno de ellos me tomó hospitalizado en La Raza, en un séptimo piso y atado por mangueritas de suero y sangre donada. Afortunadamente, todos son recuerdos agradables, dignos de relatarse, que me enorgullecen, que me estremecen cuando pienso que esa mañana sólo sería, en la historia de mi vida futura, una antesala a lo que el destino me depararía en los meses inmediatos.
Y a ti, como dijera el difuntito Chico Che, ¿dónde te agarró el temblor?*
* Hagamos una aclaración para los lectores NO mexicanos, o para los que de plano son unos fresas y fingen no saber de asuntos del vulgo populi, o para los niñetos emos que ahora tienen como 17 años y no recuerdan nada del México de hace un par de décadas:
Con el título ¿Dónde te agarró el temblor?, Odysseus hace alusión a uno de los más grandes éxitos de Chico Che, un músico tabasqueño de los más famosos en los años setentas y ochentas en México, líder del grupo La Crisis, dedicado sobre todo al género tropical y de infaltable presencia en bodas, quince años y bautizos de aquella época. Su verdadero nombre era Francisco José Hernández Mandujano, y su singular presencia rechoncheta, revestida de overol, anteojos de pasta y peinado de "no me alcanza pa la peluquería" le ganaron la simpatía de las multitudes tibirescas. Entre sus rolas más recordadas pueden contarse: Los nenes con los nenes, Pobrecito mi cigarro, ¿De quén chon?, ¿Quén pompo?, ¿Tons qué mami?, El esdrújulo, No te fijes que soy tímido, y por supuesto la que da nombre a esta entrada. Además hizo carrera en el celuloide nacional con títulos como: Despedida de soltero, Huele a gas, Delincuente y Taco de ojo. Ahora, si mal no recuerdo, por una coincidencia socarrona de la vida, esta canción estaba muy de moda cuando sucedió aquel trágico temblor del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México. [N. de la B. (léase como "nota de la bloggera")]
lunes, 8 de diciembre de 2008
La fiesta del año
lunes, 10 de noviembre de 2008
Precisamente no fue Lorena...
sábado, 11 de octubre de 2008
Cartas de amor
Nunca he escrito poemas de amor, me parecen absurdos, me avergüenzan... pero nunca debe decirse que no se necesita un trago de esa corriente... A veces, las menos, sucede... Y casi siempre, alguien ya lo ha dicho mejor y más simple y más enfebrecido y menos tangible.
Todas las cartas de amor son rídiculas.
No serían cartas de amor si no fuesen rídiculas.
También escribía en mi tiempo cartas de amor,
como las demás, rídiculas.
Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser rídiculas.
Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son rídiculas.
La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
son rídiculos.
(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente rídiculos.)
Fernando Pessoa
Resquicios
por los encuentros insospechados.
Despierto
y antes de abrir los ojos
presiento la cálida inicial de tu nombre
en el infinitesimal resquicio
entre mi lengua y mi paladar.
Comienzo el día
como no queriendo,
para ignorar esta señal,
pero al correr de las horas
descubro
entre un pensamiento y otro
entre una cosa por hacer y otra
el atisbo cintilante
de tu mansa mirada.
Llego al medio día
y entre el arrollador aroma de canela
y la cucharada de azúcar,
encuentro ese minúsculo gesto
que haces al beber café:
¡Qué rico!, dices siempre
mientras aspiras de tu taza.
Como con premura
en los minutos que las erratas me permiten
hacemos bromas con los del trabajo
y recuerdo
las sombras de tus manos
al moverse, ajenas,
cuando hablas de lo doloroso que fue tu padre,
de la transparencia de tu madre.
Comienza la tarde
y trato de dejarte, un poco lejos,
trato de olvidarte
pero tu sonrisa está ahí
palpitando como las cuatro de la tarde
esa hora arremansada de la satisfacción y la modorra.
Se oscurece el cielo
y es en este mínimo crepúsculo,
cuando creo que he ganado,
cuando por un segundo
olvido tu nombre, tu mirada, tus manos;
entre toda esta gramática infame
puedo declararme:
—He vencido.
Pero entonces,
es al derrotar tu recuerdo
cuando vuelvo a recordarte
y me preguntó
en qué atrajinada calle andarás;
y sé que charlas con tus amigos
de tus viajes, de tus libros,
y tal vez en medio de todo esto
se filtre el nombre de una mujer a quien amaste
o la turgente cadera de una chica que viste por la calle.
Es así que al llegar la noche
está de nuevo aquí
en la comisura entre mis párpados y mis pupilas,
en el guardapolvo entre mi pecho y mi suspiro,
en el rabillo de las yemas de mis dedos,
en el ángulo entre mi nariz y mi garganta,
en la cornisa detrás de mis rodillas,
el reflejo claro de tu hermosa sonrisa.
Hago los preparativos para el día siguiente
me ajetreo en las domesticidades
del final del día
y voy por la casa riendo con mi hijo
como si no importará
esta necesidad de llamarte,
de saber de ti.
Luego duermo
agotada
y en el entresuelo del sueño
vuelven a aparecer tu rostro y tu voz
de fuerte e inagotable periplo,
y me vuelvo a preguntar
¿qué es esto?
¿es que soy capaz de hacerlo de nuevo?
¿Es que soy un solo
y húmedo testigo de un naciente
y sencillo enamoramiento?
Y así
tan tontamente
vuelvo al nuevo día
con este insoslayable diccionario
de ternuras que no he podido contarte.
viernes, 19 de septiembre de 2008
Despiértame cuando pase el temblor...
si es que pasa...
domingo, 14 de septiembre de 2008
Demasiado verdadero para ser cierto*
Estados Unidos se autodenomina la tierra de la libertad, pero la primera libertad que tenemos tú y yo es la de desempeñar un trabajo como explotado. Una vez que hayas ejercido esta libertad, entonces, habrás perdido el control sobre lo que haces, lo que se produce y cómo se produce, y al final, el producto ya no te pertenecerá a ti. La única forma de evitar a los jefes es no cuidando de ti mismo, lo cual nos lleva a la segunda libertad: la de morirte de hambre.**
Tom Morello
La carga laboral a la que se ha visto sometida mi pequeña y humilde persona (¡sólo soy una pobre y mundanal mujer! ¡pinche y rejodida SEP!) en las últimas semanas me ha llevado ha retomar uno de los vicios de los que me es difícil librarme una vez que me atrapa un disco.
No sé si esto tenga algún nombre médico, pero hay discos de los cuales, una vez escuchados me cuesta desprenderme, los escucho una y otra y otra y otra vez hasta el infinito, y puedo abandonarlos por algunos periodos, pero basta con que los escuche de repente para volver a la carga. Esto, obvio, restringe mi acervo musical, pero deja grandemente satisfecho mi trastorno obsesivo compulsivo y, de hábito, también muy enfebrecido mi corazón puramente rocanrolero.
En fin que debido a la carga de trabajo y para obligarme a mantenerme despierta, cuando ya se sabe que es imposible conseguirlo, y cuando sé que en cualquier momento caeré como fulminada por un rayo o un litro de tequila, he vuelto a escuchar (¿ya lo dije? ob-se-si-va-men-te) a Audioslave, este sí, todo: todo Audioslave me chifla el moño, me eleva la cabras, me salta las trancas, me pone en estado "piscotrópico". Así que a continuación me atreveré a enlistar una serie de razones por las que Audioslave me parece una de las mejores bandas que ha existido en los últimos años:
1. Porque se formó de los restos de dos de las bandas más potentes de la década de 1990: Soundgarden y Rage Against the Machine, y aun con ello, pudieron crear un estilo propio que dejó atrás las reminiscencias de cualquiera de las primeras dos.
2. Por la voz de Chris Cornell.
3. Porque lograron ganar adeptos, con el rumor mal intencionado de su separación, incluso antes de darse a conocer y hacer cualquier grabación.
4. Por los ojos de Chris Cornell.
5. Por el fresco y energético sonido de su música, que reivindica el rock en su más puro estado de rebeldía, en su más limpio y rítmico sonido hard rock, aún cuando sus integrantes ya no se cuecen, digamos, al primer hervor (característica por la que muchas banditas "noveles" morirían).
6. Por los labios de Chris Cornell.
7. Porque Tom Morello aprendió a tocar guitarra gracias a los que menos sabían hacerlo: The Sex Pistols.
8. Por el bigotito mamón de Chris Cornell.
9. Porque Tom Morello luce como persona seria, como cualquier peloncito cuarentón sin oficio ni beneficio, pero cuuuaaaando toma una guitarra, se convierte en uno de los más sorprendentes digitando.
10. Por la venas del cuello de Chris Cornell y la forma en la que se tensan cuando canta.
11. Por el gran tatuaje de Tim Commerford en los hombros y en la espalda, que fue hecho para mitigar el gran dolor que le produjo la muerte de su madre.
12. Porque Tom Morello tiene una guitarra que dice "Soul Power", y porque el soul se nota, aunque sea muy de lejos, en el sonido de la banda (si no me creen escuchen "Original Fire").
13. Por los crudos golpes de la batería de Brad Wilk.
14. Por la guitarra azul de borreguitos de Tom Morello.
15. Porque Brad Wilk juró no aficionarse a las cosas materiales a la muerte de su padre, caído en bancarrota años antes.
16. Por el intenso activismo político de los ex Rage Against the Machine, ahora resucitados.
17. Porque Tom Morello está graduado en Historia en Harvard.
18. Porque me encantan las letras de sus canciones (tienen sus tintes poéticos) aunque "los críticos" (¿y estos güeyes, que siempre joden lo bueno, quiénes son?) las tachen de incongruentes, ¡protesto!, nada más falso.
19. Por el garbo con que Tom Morello hace chillar sus cuerdas.
20. Porque en el minuto 3:09 de "Like a Stone" aparece el bebito, de apenas meses, de Tim Commerford (estos tintes de familia que ponen a lo largo de su tabajo, me encantan).
21. Por el "look" de indio navajo de Brad Wilk.
22. Por el rescate de películas setenteras que hacen en sus videos: Vanishing Point, en "Show Me How to Live", y Rocky en Doesn´t Remind Me.
23. Por las manos de Chris Cornell.
24. Porque Tim Commerford casi siempre aparece sin camiseta.
25. Por el colorcito de azúcar moreno de Tom Morello (para versar sin esfuerzo).
26. Porque el sonido de la guitarra que Tom Morello dejó en Audioslave es inconfundible, innegable, inenarrable, limpio, crudo, claro, desgarrado y maravilloso.
27. Porque es la única banda de rock que ha dado un concierto en Cuba.
28. Por Chris Cornell.***
29. Porque en sus videos TODOS tienen rostro de felicidad y de que les apasiona lo que están haciendo, y se ve que son súper cuates.
30. Porque TODOS los integrantes de la banda declararon haberse sentido con mayor libertad creadora en Audioeslave, que en ningún otro proyecto que han tenido.
31. Porque Audioslave me encanta.
32. Porque quiero que regresen, aunque sé que los "reencuentros" siempre terminan siendo una "chafez".
33. Y porque eran demasiado buenos, demasiado verdaderos músicos, mucho talento junto, para que duraran más de tres discos (¡snif! ¡snif! ¡snif!).
* El título se lo debo a mi querida Maribel, que emitió esta frase en un arranque de auténtica "furia contra la máquina", aunque bastante alejada de este contexto.
**Cualquier parecido con mi realidad, ¿es mera coincidencia?
*** Estimado lector (¿hay alguno?), aunque todo apunta a que mi libido se altera cuando veo a Chris Cornell, no se deje engañar, esto no es más que un puro placer estético (para citar a Lorena). Mi verdadero amor es Tom Morello, sobre todo si lo veo tocando una guitarra.
sábado, 16 de agosto de 2008
De los días y yo
¿Será que podré llevar el registro de lo que hacen los días y el tiempo con mi ser? La muerte y la vida (detalle), Gustav Klimt.
Esta tarde-noche he visto a medias una película (de la que no pude saber el nombre), no me entusiasmé demasiado con ella porque el protagonista era Ben Affleck, que para aquellas que digamos se conforman con las carnes es algo más que carne, pero para mí no tiene mucho chiste y me parece medio mensis; bueno, el caso es que comenzó a capturar mi atención cuando a los pocos minutos resultaba que este man que era un ventajoso empresario y que volvía dorado y costoso todo lo que tocaba le daba por inscribirse a un curso que para aprender a escribir diarios, el suyo propio para ser más exactos.
El profe, Pikrim (creo), facilitador del cursillo era insufrible, y en la primera sesión sólo se esforzaba por presentarse y decir algo como: "Hoy comienzan el camino para conocerse a sí mismos, así que tomen su diario y escriban para sí, ¿quién soy?, abur", y se largaba. El Ben, o el Marck (creo), o el como sea pues comenzaba a escribir la cosa esta, no sin hartos trabajos, porque además de las cuestiones laborales, lo distraía una güerota, en la peli Nina, mejor conocida como Rebecca Romijn Stamos, ¿estamos? que además le salía con una jalada de esas imperdonables y que no cuento porque si no ya no ven la peli... en fin que todo esto sólo me llevó, además de a reirme porque no estaba tan mal la historia, me llevó a recordar mi diario.He intentado escribir un diario desde que tengo 14 años. Y la verdad es que siempre ha terminado siendo anuario, casi secular, ya mero para los festejos del bicentenario de la Independencia, y al final del año descubro (bueno, no descubro claro que siempre lo sé, no más es para di-si-mu-lar) que sólo escribí los primeros tres días del mismo.
En el primero que tuve no escribía cotidianamente, pues por extrañas razones lejanas a mi discernimiento, quería mantenerlo en el más oscuro de los misterios, según yo, y esto aún lo digo en voz baja, ssshhh, ...según yo, nadie debía saber que yo tenía un diario..., y como es de comprender viviendo en la casa familiar esto es imposible, pues además de que nunca lo dejan escribir a uno, el riesgo de que el cuadernaco este salga a relucir en cualquier momento es constante a cada momento, y obvio, lo peor no es esto, si no que con las hojas salgan a relucir las palabras escritas por uno mismo, con crímenes que uno mismo cometió, seguro tonteras, pero que en la mocedad de los quince, son babosadas terribles y cochinas como que te gusta un chango de la escuela que se llama Eduardo y que anda con una mona que se llama Jessica (muy fea por lo demás), y que además se ha dado cuenta de que te gusta el interfeito (diría Cantinflas), o que tu amiga Linda se fumó un cigarro y que a pesar de los saltos de escapulario de su madre, se anda dando de besos con un morro sí y con otro no, y que en la escuela se dice cada cosa de ella que buuueeeeeennnoo. Por todas estas cosas, mi primer diario terminó siendo el cuaderno de apuntes de los mandados y las hojas que sí estaban escritas, pues creo que me las comí, con tal de que nadien se enterara de estos mis pecados recién escritos, ente otros.
El segundo diario era un cuadernito de esos cursilisisísimos que tienen una cerradura y una llavecita chiquitina, además de un dibujito, azul qué más, de esos estilo Candy Candy ("si te sientes solo recurre a mí, te estaré esperando aquí. Aaaahhh, Marc Anthony, etc.") que puag! Escribí como dos hojas, y luego que me da quesque por escribir poemas, horribles por supuesto, y no de amor afortunadamente, como tenía algo así como 16 o 17 y pertenecía a la escena local del grunge región 4, pues escribía puras cosas darkes, sufridoras, feísimas, rimadísimas, bla bla, y un día que me harté del mundo con hartas cervezas, terminó en el rostro de un tipo (al que aún quiero tiernamente), suceso ante el cual el tipo huyó con despavorimiento, dejando mis cosas regadas no sé dónde (y digo dejó, porque como es de comprenderse yo no estaba en condiciones de saber qué era de mis pertenencias), y pues mis memorias y mis versos más tristes y agusanados de la más oscura noche de mi adolescencia se perdieron, haya Dios a saber dónde.
Luego de esto decidí no más diarios.
"Pa qué si ni los escribo ni tengo nada importante que decir".
Hasta el día en que cierta encuadernadora diseñadora llegó a la oficina a ofrecerme un hermoso cuaderno empastado a mano con cubiertas de cuadritos azules y blancos e interiores de papel cuché, y que sucumbó y que lo compró, y que sigo sin escribir en él, jojo. Lo tengo aquí, junto a mí. La primera entrada tiene fecha de 1 de enero de 2004, 7 de enero de 2004, 29 de diciembre de 2004, 13 de enero de 2005, 22 de noviembre de 2005, 21 de septiembre de 2007, 12 de octubre de 2007 y, finalmente, 5 de noviembre de 2007.
Y de nuevo, me pregunto, ¿es que soy capaz de llevar un diario, bueno de menos semanario? Lo que me preocupa de esto es que me pierda de a poco, es que llegué a un momento de mi vida en que quizá quiera recuperar algún recuerdo, o decirle a mi hijo, "mira, así era yo en esta época", o tal vez que piense en recurrir a la solución que dí a un problema en un momento determinado, que quiera rescatar un estado de ánimo, malo o bueno, triste o maravilloso. Lo que quisiera, dado que una de mis constantes pasiones es la cotidianidad, el transcurrir de los días, los cambios de la mirada que se efectúan día a día, los descalabros minúsculos que conforman las heridas superiores, lo que quisiera es que la vida (quizá deba decir, trabajo) no me absorbiera tanto para poder llevar el regsitro de mis arrugas, de mis cortes de cabello, los efectos que provocan en mí ciertos autores, ciertos hombres, ciertas mujeres, cómo es que cuando tenga 40 o 50 o 60 años voy a recordarme? a recordarme a mí misma, que no cómo van a recordarme los demás porque esto ya sería mucha codicia. En fin, ésta al menos, ésta cucarachitica y tierna angustia del día de hoy, al menos, ya quedó registrada.
Tal vez algún día recuerde que una vez tuve un blog que nadie leía, y en el que alguna madrugada friolenta y de sucesos extravagantes como la de este momento, que entonces yo escribía sobre la zozobra que me da no escribir el regsitro de mis horas. Tal vez ahora sí, tal vez tener un blog no es más que la continuación tecnologizada de este deseo inconcluso, tal vez ahora sí pueda escribir un día sí y otro no... tal vez...
lunes, 23 de junio de 2008
Las manos en el fuego
—¿Usted, amigo, no ha tenido infancia?
David Escobar Galindo, 1969, fragmentos
XV / 2
¡Cómo se crece, en músculos y llamas!
Tú creciste conmigo. Terminaron
los juegos y los niños y la guerra
de jazmines y el duende y los terrosos
pantalones de luz y hasta el sonido
del caracol gigante;
yo me volví visible: me dolieron
los huesos con Leopardi,
y las sienes con Kempis,
y el ser total
con Sartre y Schopenhauer;
yo me volví terrestre, y tú, a medida
que progresaba en mí la duda noble,
entrabas y salías de la casa,
lavabas tus cabellos
con agua de las nubes,
recogías hormigas
debajo del naranjo,
enseñabas a leer a las estrellas
—¡ah profundas, silvestres y veraces!—,
preparabas mi tierno desayuno,
mi periódico, mi aire
de estudiante, mi Rocco y mi Carrara;
y —hoy lo puedo decir— tuviste siempre
la gravedad dulcísima de antaño,
y aquel don de llovizna iluminada,
de criatura obediente,
que exhalaba tu carne,
más allá de las manos y el crepúsculo.
¡Te imagino tan mía
como el silencio blanco de la culpa!
¡Suavemente comienzas a vivir,
y yo vivo a tu modo, persiguiéndote!
¡Nadie, nadie nos oye, estamos solos,
tú y yo, en el universo, despertando
de una tarde lluviosa, sólo unidos
por el juguete aquel y por aquella
sonrisa —¡adentro hay gente!—
que nos hizo distintos,
más humanos, más gráciles, más dioses!
He pensado en nosotros este día.
¡Los antiguos y jóvenes! ¡Nosotros!
Y volé por las calles, con el ansia
de llegar. (El recuerdo es casi un salmo.
¡Vamos a ser radiantes
en su nombre!)
Y te encuentro limpiando la despensa
—¡qué desnudez erguida!—,
y alguien llama, y corremos
al unísono, y nadie, son los niños
—¡tú y yo, tú y yo, tú y yo!—
que juegan a asustar
al vecindario...
XVI
A Ricardo Bogrand
Alguien me dijo, un día:
“—Usted, amigo, ¿no ha tenido infancia?”
Yo respondí: “—¡Quién sabe!”
Y estaba solo entonces,
en la más alta luz de mi ciudad,
con las manos hundidas
en los bolsillos llenos de migajas
y recuerdos y polvo;
fue como la campana entre el follaje,
y empecé a caminar, a oír mi cuerpo,
tropezando con gentes conocidas,
y no sabiendo ya
dónde estaba mi puerta,
mi reposo,
mi calor de habitante,
mi familia,
porque en los faros de los automóviles,
y en la marea de los transeúntes,
y en la flor de una verja solitaria,
y en los ojos de un niño vagabundo,
y en la noche que empieza, y en los pájaros
que duermen en la sien de las estatuas,
y en las alcantarillas, y en los botes
de basura, y encima del silencio,
no oía más que aquella voz levísima,
pero firme y aguda y taladrante:
“—¿Usted, amigo, no ha tenido infancia?”
[...]
¡Que no estaba en las cosas, ni en el aire,
ni en la más alta luz de mi ciudad,
ni en la mueca interior de los prostíbulos,
ni en la flor de una verja solitaria,
ni el acero lúgubre del puente!
Era mi propio yo, el encanecido
de mentir, de esconderse, de aferrarse
a una sola verdad: ¡la de los otros!
Era mi propio yo, brotado al mundo
por la rendija sorda del monólogo,
y hoy hablándome, hablándome,
desde todos los ángulos posibles,
con una voz más honda
que la nostalgia de mis pies autómatas;
con una insospechable limpidez
de conciencia y anhelo.
Lo comprendí tan bien,
con tanta fuerza,
que estuve a punto de besar al árbol
más próximo, en un gesto solidario,
porque nadie cruzaba en ese instante.
Mi corazón se deshacía en lágrimas,
lágrimas de vergüenza por mis años
escondidos en negros recipientes,
como fetos, como algas, como frutas
en conserva, mis años, los del hombre
—¡niño aún, pero erguido en altos huesos!—
que frotaba sus ojos con ceniza,
y jugaba un eterno solitario,
y se reía a solas con los ángeles, y pensaba: “—¡Matad para Esculapio
la sonrisa poética de Sócrates!”
Y era miedo. ¡El más agrio de los miedos!
El miedo a ser, a devenir, a verse
cada día en ajenas liviandades,
igual que en un espejo;
miedo a perder un puesto inexistente,
y a pensar en voz alta
cuando alguien duerme al lado,
miedo a soñar y al sueño de otros seres,
miedo al impulso de la propia vida...
Y bastó esa pregunta para que algo
despertara en el túnel, y se hiciera
la bondad de la luz, y lentamente
llegara la respuesta
—más allá del temblor dubitativo—,
y un anciano extraviado por la noche
me enseñara a gritar pidiendo auxilio.
Sigo ignorando cuál era mi puerta,
mi solidez de témpano envidiable,
mis ritos en la alcoba, mis ventajas
de socio, adulador o prestamista;
simplemente soy esto: ¡Una respuesta!
Una respuesta al día que sucumbe.
Y una respuesta a la naciente sombra.
Y una respuesta al ímpetu del alba.
Y una respuesta a mi indagar perenne:
“—Usted amigo, ¿no ha tenido infancia?”
XVII
[...]
Niños, pequeños árboles,
¡perdonadme este brote de neblina!
Yo he crecido también. Me duele el rostro
de tanto llevar máscaras.
Soy uno de ellos. Vivo
rodeado de mentiras y mandatos.
Voy a los arrecifes, grito al aire,
me intereso en la paz,
cuento mis días,
huyo de los tumultos, y respondo
de mi pulcro semblante;
guardo cosas inútiles, bostezo
frente al sol de septiembre, desenfundo
mi riqueza ante un bosque de curiosos,
temo a la soledad,
me baño al alba,
y camino de espaldas a mí mismo;
pero hay algo, en el fondo,
que no es historia pobre,
sino deseo de encontrar la luz
y guardarla en los sitios más cercanos,
de elevar al candor de la poesía
todo lo que es paisaje, tiempo y acto,
de estar aquí, sentado en un rincón,
agitando la espiga
más bella de los siglos.
¡Por eso hablo, y me atrevo
a despertaros!
¡El hambre de nacer
es fuego vivo!
¡Desnuda la palabra, la proyecta
desde un rostro de pronto inolvidable!
¡Y entonces este cuarto, y esta lucha
de contrarios, y el sol por las rendijas,
y el plumero gimiente como un pájaro,
y el centro de la vida, y lo que pasa,
crecen en mí, con la vital pureza
del sentimiento sin explicaciones!
¡Por eso hablo, y me atrevo
a ser el que habla,
aunque haya muerto ya en algún sentido,
mucho antes de nacer esta mañana!
Después de todo, arrecia la llovizna.
¡Y he perdido en un cruce el impermeable!
XVIII
De mi ventana en el segundo piso
—y a través de un ramaje
de calvicies volubles—,
puedo observar fachadas,
resplandores,
perros,
gentes,
basuras,
automóviles,
¡y esta tarde, por fin,
he visto a un semejante
saciando su veloz necesidad
en un depósito de desperdicios!
Son las cuatro de un día
como todos;
se oyen voces amables, pesos firmes,
delicados murmullos, ajetreos
de autobuses, y aquí, cerca, el tic-tac
de mi reloj —dorado como un fruto—,
ruin tasador
de vida indiferente,
mascarilla de inútil cloroformo,
degollado verdugo, ¡yo de espaldas!
Y esta tarde me siento ante mi máquina
de escribir, forcejeando con la historia
de un ayer interdicto:
¡Qué empresa de mortal,
qué dedos locos,
qué árbol sin limpidez,
qué orilla hambrienta!
¿No habéis oído mi primera estrofa?
¡Ah, es un ruinoso cuerpo
de luciente verdad
casi mentida!
Pero las ratas, las malditas ratas,
se han comido —¡mirad!—
la palabra universo,
y entonces todo pierde su valor,
su importancia,
su garbo.
Y esta tarde me siento inmarcesible
—como recién llegado,
sí, ¡quién sabe!—,
dueño de un breve espacio
sólo mío
donde reina el desorden, donde crecen
las migajas igual que duendecillos,
donde conviven Kempis y Vallejo,
donde hay un cartón blanco en que se lee:
“Dios me ve”, donde pienso en las Cruzadas
con un poco de amor inexplicable;
pronto mi corazón estará viejo
de tanto recordar estrechos días,
mas con una vejez que siempre es hálito
—¡leve espejo incipiente!—,
porque las cosas se hallarán entonces
mucho, mucho más viejas:
¡Esto es por el filósofo que duerme
algunas noches en nuestra cocina!
Aunque se vive a pulso
—en eso acierta—,
¿quién puede responder
cada pregunta?
¿Quién es capaz de dar
fragancia en el siroco?
¿Quién dispone una trampa en donde caigan
los rojos seres de las pesadillas?
¡Nadie, nadie! ¡El amor nos viene a ciegas,
en cosas simples,
casi desechables!
¡Y se vuelve de súbito comprendida belleza!
Pero yo soy aquí el que busca estímulos.
(El que llena el papel
de ojos blindados,
y sueños burbujeantes
como heridas).
Y esta tarde, después de reposar,
y oler las rosas que hoy por la mañana
trajo una buena amiga,
y oír el agua próspera del grifo,
y hacer la diaria gira a los sucesos,
y peinarme el cabello aletargado,
después de hundir la mano en los poemas
de versátil frescura,
me acerco un solo instante a mi ventana,
¡y allí está un hombre, allí,
de carne y hueso,
saciando su veloz necesidad
en un depósito de desperdicios!
¡Y esta tarde es la mía, toda mía!
La del rostro que estalla contra el yunque,
como tensa granada.
La de rezar un salmo por las ratas
que se han comido —en mi labor de ayer—
la palabra universo.
La tarde de mis ojos doloridos,
de mi sabor a cómplice en los labios,
del crespón que protege mis medallas,
del cactus frente a todos los espejos,
de la gota que inunda la bañera
(¡la ciudad, el país, el ancho mundo!),
del musgo repentino en las paredes,
de mi grave regreso a la ventana
—¡segundo piso de un total destierro!—
desde donde se observan ya otra vez
solamente fachadas,
resplandores,
perros,
gentes,
basuras,
cosas muertas.
XIX
Secreta Soledad
[...]
No. No eran ésos. Nunca
fueron mis semejantes. Los oía
callar tras el sopor de sus vajillas,
entre sus perros limpios,
bajo sus hipotéticos hallazgos.
Yo me hallaba muy lejos,
en un rincón de cándida espesura,
sin relojes, ni copas,
ni fiestas de cumpleaños,
deshojando un amor de manos blancas
robadas al insomnio;
respiraba la brisa de noviembre
y el hondo aroma de la tierra viva;
no podía salir
simplemente a las calles
y saludar al hijo del vecino,
y cortar una flor para la Virgen
en el jardín de al lado,
y hundirme en el ayer
—¡secreto y próximo!—
como un niño en las aguas
de la alberca...
¡Yo desgarraba el eco, las entrañas
azules de mis ojos,
la humareda sutil
de los cuentos de hadas,
el escombro del último
pecado de mi padre!
¡Ah intensa guerra mía,
toda mía!
¡La aventura del ángel
por el mundo!
¡La ebriedad de un demonio
inolvidable!
¡Yo me sentía fuerte y derrotado
por el cariño de las limpideces!
¡Yo tenía diez años
y cien siglos a un tiempo,
pues ya necesitaba reconquista,
y aspiraba una ráfaga de lirios,
de granados, de cedros, de horizontes,
y estaba solo,
tercamente solo,
sólo abierto a las húmedas estrellas!
[...]
XX
[...]
De seguro me veis
solitario en las calles,
mudo entre los sonoros
transeúntes,
sordo a la voz que nace
de un mitin veraniego,
desprovisto de furia, de cuchillo,
de corazón sangrante en la solapa,
de motivos voraces,
y pensáis que es inútil
la llama de mis días,
y que el tiempo febril
nada deja en las manos
de quienes no construyen
la conciencia del tiempo.
Sé que sentís un poco
de lástima por mí.
Y eso también me hace aprender
que existo,
que no soy un secreto
paraje de ceniza,
la memoria de un rostro nauseabundo,
o el último ventrílocuo
que teme a los fantasmas.
¡Los fantasmas no emergen:
sólo el hombre,
frágil y elemental, casi telúrico!
¡Yo soy el hombre, el yo que somos todos!
¡Tengo una casa, un árbol, una luz
para las noches de tormenta,
y un pequeño horizonte
de estanque y de vecinos,
desde donde las nubes parecen amigables!
¡Ah y tengo un infinito derecho a desnudar
mi espíritu en la sien de los rincones,
y a callar mientras pulso
mi aventura en el tiempo,
y a estar alerta sólo en el instante
en que pueda gritar con mis propias reservas!
Me explicáis el peligro
de la roca, del musgo;
me advertís que mi frente
comienza a desnudarse de su aroma sencillo,
que en la niebla mis ojos
semejan un metal,
que mis pulmones hablan
idioma de raíces,
que nunca, nunca guardo en mi bodega
huesos de refugiados;
y algo habrá de razón, por eso busco
la forma de deciros
—¡sólo a vosotros, los de sueño grave
y apacible conciencia!—
que también amo el ritmo
de vuestros corazones,
la edad del hombre justo
—que nadie alcanza aún—,
el látigo que arranca
las células manchadas,
la mies que brilla en torno
de las ciudades muertas,
y el claro ventisquero que nos hará perder
las sucias vestiduras.
Amo el viento y el sol y el agua tierna
que se bebe en los campos.
Siento en mí el hondo impulso
de la vida,
aunque a veces me encuentre lleno de soledad,
y camine despacio, como sombra que busca
su asilo en los roquedos.
Amo mi voz, mi frente,
mi iglesia,
mi ciudad,
sus tejados airosos,
la dispersa neblina,
sus calles inconformes,
las gentes que conozco,
sus brotes de sequía
y desconsuelo;
amo el aliento de la claridad,
mi transparente zona de volcanes,
el oscuro recuerdo de luchas sin descanso,
la salobre violencia del que llora de espaldas,
este convencimiento de que se abre
sólo una puerta dulce por otras cien amargas,
lo amo todo en silencio, pero lo amo,
y aunque jamás he estado en una cárcel,
sé que en cada orfandad,
en cada gesto
marchito, en cada nueva experiencia, algo se borra
de la faz que mostramos al aire del otoño,
y algo deja una huella
total en nuestros símbolos.
¡Es el golpe de fuego
de la savia!
¡La mano que revela
calladas cicatrices!
¡El triunfo dolorido
de una voz sobre todos los silencios!
[...]
¡Amigos míos, hombres de la cruz y el venablo,
jamás he estado en una cárcel!
¿Pero podéis decir que no soy otro
de los injustamente condenados?
XXI
Llagado como tú, río del alba,
nervio de la quietud,
mástil de los ancianos pensamientos;
llagado como tú, llagado y simple,
mi cariño recoge
su infancia hecha preguntas
y se va, por la tarde, hasta los bosques
donde perece el leñador
con una llama entre las sienes,
y grandes cuerpos de neblina
se enlazan bajo las estrellas;
alguien llamó a primera hora,
preguntando por ti,
cercano espíritu que ahogo:
no es posible explicar
a cualquiera que has muerto,
o, más bien, que lo harás
en el minuto exacto
en que las aves crecen
hacia un sol gemebundo [...]
Yo me iba a desnudar
mis adversas funciones,
el peso de mi sangre, las orillas
de la acequia, el estiércol del olvido;
y luego regresaba,
sucio por dentro, ¡impávido!,
desenterrado de una niebla pobre,
y todo era en mi cuarto resistencia,
solidez impoluta,
largo espejo punzante,
y ya no estabas tú, porque te oía
quemar la hierba
con tus propias lágrimas;
débil voz de neblina, solo, entero,
parecías morir
en un hueco naciente
y el sonido del sol
—¡qué eterno en cada sombra!—
rasgaba mis papeles, mis espaldas,
mi ajuar de solitario
y de profeta.
¡Viejo espíritu mío, tercamente
te condeno a la nada,
mas a la suave nada del amor
por las cosas vividas!
Levantaré una iglesia en este sitio;
te compraré una lámpara
que amen todos los árboles;
pondré un aviso a los paseantes tristes:
“Amigos, una ráfaga de luz
duerme bajo esta tierra”.
Y yo, tomaré un rumbo,
cualquier rumbo,
¡no importa!;
son tantas las palabras
que esperan una voz,
hay tantos huesos fríos
y sedientos de música,
que no importa cuál rumbo
se tome, siempre, siempre
se llegará al lugar
donde el hombre amanezca
para el hombre...
XXIII
Dejadme ser el alba:
estoy despierto
desde antes de los gallos, afilando
mi frente en al neblina,
recogiendo mendrugos
de la cena de ayer,
poniendo en orden
todo lo que existe
sobre mi corazón en tensas nubes,
y aun con este agudo imperativo
de cantar a la hierba y a los árboles
y al amor de los seres y al orgullo
de estar aquí, en un reino de colinas;
yo fui niño una vez,
completamente;
sentía miedo al aire de la noche,
me comía las uñas
los días de visita, recordaba
pequeños nombres idos:
“Tu, ¡la abeja!,
¡la sierpe!, ¡el quieto Dios!,
¡la cruz de mayo!”;
y sé que había en eso voluntad,
fuego de ser, ausencia
de pecado, aunque al fin los años pasan
y se tiene automóvil y criterio,
voz y voto en las graves disyuntivas,
y un destino que manda
y que abre luces
en las habitaciones de los muertos;
y me encuentro hoy así,
mudo, sin lágrimas,
y clamando con fuerzas infinitas
por mi derecho a la perennidad,
a mi sitio en el alba,
a mi mensaje:
descorriendo la tímida persiana
para integrar un mundo, una distancia
contenida en el suave resplandor
de dos ojos amados,
y en la paz de la huerta y el aliento
de los grillos y el musgo en las baldosas.
¡Soy un hombre cualquiera:
el que perece
de neumonía o muerte o desencanto!
¡El que guarda fresquísimas pasiones,
y dispone su silla ante el crepúsculo,
y se engolfa en Bergson
o acaricia su gato
o sólo existe!
Basta una aldaba, el nombre de una calle,
dos centavos de luz cada mañana,
y el corazón pronuncia
la palabra ¡milagro!;
basta reír con la caída ajena,
y aprender que la edad se hizo para otros,
y que un día los mayas existieron,
para que este universo
—¡el más absurdo!—
vuele como una ráfaga de moscas
y deje el sitio pulcro,
amable, dulce,
donde elevar el índice del tiempo;
yo no sé más: ignoro
qué avidez es la justa,
qué recuerdo es el fértil,
qué pureza es la viva;
tengo diez años de encontrarme aquí,
rondando estos objetos, esta caja
de caudales vacía, este reloj
de oro falso, estas ropas
olorosas a sueño, esta ciudad
en que se ríe a veces y otras muchas
se deja de reír, porque no importa;
conozco a gentes varias, y entre tanto,
no conozco a ninguno: “Así se empieza
—dice uno de los árboles del barrio—:
se empieza por mover las hojas tiernas
y hacer temblar recónditos follajes”;
pero yo cruzo, y luego son las seis
en la torre más alta, y sólo hay sombras
y sonidos y brisa y yo y mi código;
¡qué lejano está Dios,
qué cuesta oírsele!
El domingo pasado,
al encender la radio,
sentí su soledad: alguien hablaba
de viejísimas piedras
y cantares indígenas
y el sol del Sinaí y el sol de América,
y detrás de esa voz, como el murmullo
de un beso inevitable,
se oía un mar: ¡el llanto de la Historia!
Yo pensé: ¡Dulce Dios, quiebra esta sílaba,
rompe esta sucia máquina, proclama
la niñez del consuelo!
Y entonces era tarde para siempre,
y un vecino lloraba en su cumpleaños,
y el pequeño ejemplar
de Kempis en mi mesa
se fue apagando suave, suavemente...
Dejadme ser el alba:
yo, un don nadie.
Dejadme ser el alba:
yo, el que escoge
la difícil conciencia.
Dejadme ser el alba:
¡un hombre vuelve
de su alcoba de otoño!
Dejadme recoger el desperdicio
de la siembra imposible.
Ya estoy en mí —casual o metafísico—
y el roído estupor no me desangra,
porque hace largos días
que habito este lugar,
esta pocilga,
y sé ya quiénes son mujeres fáciles,
y qué extraña pasión está de moda,
y a que precio se compra el desenlace.
Pero yo necesito ser el alba;
necesito cantar cuando otros duerman,
y lanzarles el húmedo periódico
por la rendija de sus vocaciones,
y gritar, con pulmones de lechero,
que este día es el último mañana.
Dejadme ser el alma del silencio.
Dejadme ser el alba: en este instante.
¡Quiero iniciar el siglo, la marea,
con mis pequeños huesos de contrito,
con mi fiebre de bestia inmemorial,
con mis pecados
y mis claridades,
con mis débiles fuerzas infinitas,
con mis hijos ocultos: sobre todo,
con este claro viento en que se enredan
tenaces golondrinas, ¡sursum corda!
Dejadme ser el alba: estoy despierto
desde antes de los gallos; y he escuchado
lo que dijisteis en el sueño: ¡ahora
sé que debo arrancaros con el miedo
de la noche, con furia si es preciso,
el privilegio de la voz abierta!
Durand, Mercedes y David Escobar Galindo, Las manos en el fuego, Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, Dirección de Publicaciones, San Salvador, El Salvador, Col. "Poesía", vol. 25, 1969.