viernes, 26 de diciembre de 2008

De zapatos e indignación

Muntazer Al-Zaidi








Puede ser que llegue tarde a la cita de apoyar a este hombre en su minúsculo acto de rebeldía que ha dado la vuelta al mundo, pero más vale tarde que nunca.

Ahora resulta que se amenza a este hombre con condenarlo a siete años de prisión por cometer, lo que los árabes llaman "una de las peores ofensas" contra George WC Bush. Si somos justos, si comparamos todas las atrocidades que Bush ha cometido a lo largo y ancho del mundo, es muy poco, icluso (como es mi más ferviente deseo), aunque le hubiera atinado en la mismísima jeta.

Según el hermano de Muntazer al-Zaidi (el héroe actual, el icono de la resistencia iraquí, etc., etc.,), el periodista ha sido torturado: tiene una mano fracturada, le falta un diente y presenta múltiples contusiones y heridas en el cuerpo; y todo por manifestar su indignación. ¿Y a las bestias que hacen esto quién las juzga? ¿Quién las condena?

Como ya se sabe, Muntazer tenía múltiples causas para hacer explícita su indignación contra Bush: derrocó a Sadam Hussein (que aún cuando fue un régimen que persiguió a la familia del ofensor, él reconoce que tenía el derecho de elegir con autonomía a sus gobernantes, asunto en el cual el gobierno gringo no tenía porque inmiscuirse -aunque las verdaderas causas no se conocen pero se sospechan con mucha certeza-); el ejército comandado por este subIQ (recuérdese que Bush posee un coeficiente intelectual de cerca de 70% del 100% promedio), mantiene una ocupación en Irak desde hace seis años, con las ya conocidas consecuencias: abusos, asesinatos, saqueos, etc., etc.; el ejército yanki asesinó a dos de los hermanos del chiíta, y para finalizar, secuestró a Al-Zaidi en dos ocasiones previas. ¿Estas son pocas causas para el descontento?

Yo más que los zapatos, le hubiese lanzado un pañal de mi hijo repleto de mierda, y hasta sería un halago, porque la caca de mi hijo es inocente y libre de pecados (??, qué beata me puse, y además el nene ya no usa pañal, lástima).
Si el acto de este periodista ha dado la vuelta al mundo y ha recibido apoyo en todas partes, es porque, como declaró un periodista, "Muntazer hizo lo que miles de personas alrededor del mundo desean hacer", lo que es obvio, darle de menos una cucharada de su propio chocolate al mequetrefe este, de menos un golpe bien dado.

Esta entrada sólo tiene como fin manifestar mi apoyo para este periodista, como leí en otra nota "La resistencia es legítima por todos los medios, incluidos los zapatos", o los blogs.

Pide la liberación de Muntazer Al- Zaidi, en la página de Barak Obama
o escribe a Amnistía Internacional, si dejamos que Muntazer Al-Zaidi sea condenado, será como legitimizar el fascismo en el mundo, será como legitimizar la privación al derecho de manifestarnos, al derecho a manifestar nuestra más descarnada indignación.

PD: ¿Quién condenará a Bush por lo mal que la pasaremos en el par de años venideros? ¿Quién dijo yo? Yo: púdrete maldito Bush, tú y toda tu familia de perros parásitos del mundo.

viernes, 12 de diciembre de 2008

¿Dónde te agarró el temblor?

Por el eterno viaje a Ítaca,
te dedico este pequeño espacio,
que también es tuyo,
con el deseo de que nuestra amistad siga siendo bella,
para Odysseus.




¿A poco no? ¡Está igualito!









Ésta es la segunda entrega de las serie de textos que no son míos, y que van acompañados de fotos de las más tiernas infancias de mis queridos amigos. En un principio, se supone que éste fue el texto por el cual me surgió esta idea (como por septiembre, y con motivo del 23 aniversario del famoso terremoto de 1985; de hecho si buscan en este mes, encontrarán una entrada titulada "Despiértame cuando pase el temblor...", que en realidad, fue la respuesta a esta crónica), pero... en vista de que Odysseus se hace mucho del rogar, pues... apenas va llegando.


Me recuerdo frente al televisor sólo con mi típica trusa de algodón 100% y mi camiseta Rimbros al revés (entre otras cosas, para que la etiqueta no me irritara la piel). La mañana en mis recuerdos es particularmente fría, con un cielo gris y repleto de nubes. Aún así permanezco casi inmóvil, sólo el tiritar de mi cuerpecillo sacudido por la baja temperatura, el susto y la desesperanza contagiada, me dejan estar quieto mirando y tratando de entender qué es lo que sucede, por qué el desmadre en casa y por qué el olor de muerte tan intenso, olor aún desconocido para mí a los cinco años.

Recuerdo que las voces, los gritos y el desconsuelo que presencio en la pequeña habitación donde estaba el televisor giraban en torno a mis tíos desaparecidos en las calles del Centro. Por algún extraño manotazo del destino, esa mañana mi padre había descansado y dormido la noche previa en casa con nosotros. Así que la preocupación, que pudo estar enfocada completamente en él y su posible desaparición, sólo estaba con mis tíos. Por esos años los tres se dedicaban al oficio de la "ruleteada". Mi tío El Profe tenía una pesera que iba de Xochi centro a Izazaga; mi tío Bello tenía la misma ruta y su propia combi, La Nena. Me parece que mi apá "postureaba" con uno y con otro. Hacía apenas unos meses que había regresado del gabacho y aún no conseguía un empleo estable. Cosa que con los años ha dejado de recriminarse, pues la experiencia de conducir desde Texas hasta Florida le ha dejado a la larga más que ese empleo tan deseado.

La cosa estaba en que los adultos trataban de ponerse de acuerdo para ver quién se quedaba con los críos (vivíamos juntito a la casa de mi tío El Profe y de mi tía La Gorda); yo era el mayorcito y deseaba hablar y decir: «Yo me encargó». Pero la verdad es que la muerte había pasado por las calles de la ciudad y había echado a su bolsa a miles, sin discriminar, por lo que en mi casa nadie quería quedarse y nadie quería salir. Aunado, estaba el detalle de no contar con teléfono fijo, móvil o algo semejante (esas cosillas con las que ahora hacemos como que nos sorprendemos por su inmediatez).

Sin embargo, recuerdo que en el transcurso del día se supo que El Profe la había librado de manera milagrosa. Creo que él circulaba dirección Izazaga sobre Tlalpan cuando, apenas algunos metros antes de introducirse en el desnivel vehicular llamado 20 de Noviembre, ante sus ojos éste se derribó aplastando cuanto auto se encontraba en su interior. Contaba (porque ya murió, irónicamente en un accidente automovilístico cuando dormía y conducía su ayudante) que un camión de pasajeros había quedado como de un metro de altura, que se oían lamentos, gritos, quejidos, últimas exhalaciones, etcétera.

Mientras agradecía al santo de su devoción, recordó que mi otro tío, Bello, lo había rebasado y que seguro se hallaba debajo del larguísimo puente caído. Por lo que entró en shock de llanto y como loco trató de hallar la manera de introducirse entre los escombros. Su desesperación lo hizo vagar por las calles desoladas e irreconocibles del centro de la ciudad; a su paso, cual héroe bizarro, fue ayudando a cuanto infeliz pudo, contando a pedazos su propia historia y dando aliento a desconocidos que agradecidos le cargaban buenas esperanzas.

En casa, se determinó que mis padres serían los que saldrían a buscar a los tíos, pero de último momento (no recuerdo por qué) sólo fue mi apá quien se adentró en los escombros. Por la tarde, creo, vino a vernos Doña Rosita, una seño que nos prestaba su fon para llamadas de emergencia. Al parecer era uno de los tíos, pero no lo había reconocido. Irma (mi amá) salió corriendo para enterarse, girar instrucciones y de nuevo elaborar una estrategia de comunicación. Con los días, la casa y el fon de Rosita se convirtieron en el cuartel general de mi familia, pues mis tíos y papá se volvieron de pronto rescatistas y camilleros; utilizaron su destreza y sentido de ubicación para recorrer calles, sitios, plazas, mercados y hospitales dando la mano a quien la pedía y haciendo el bien como nunca. Pasaron días enteros durmiendo y viviendo entre cadáveres, olores extrañísimos y preguntándose cómo demonios levantarían la ciudad que les había dado asilo desde que llegaran de su tierra de origen.

Irma cuenta que pasaron muchos meses antes de que se fuera el olor a muerto. De vez en vez, cuando nos reuníamos a platicar, mis tíos platicaban hazañas y dolores, propios y ajenos; su desconsuelo al entrar en el Centro Médico que prácticamente estuvo en el suelo varios años (en 1990, cuando por primera vez fui a consulta ahí, aún se notaban las cuarteaduras de los edificios, los remiendos, las esqueletos metálicos que sostenían las viejas construcciones); y por supuesto, su amargo recuerdo de cómo las calles que los veían pasar diariamente estuvieron a punto de tragarlos.

He olvidado muchas cosas de ese 19 de septiembre. Lo más fresco son mis recuerdos posteriores y los famosos temblorcitos de 1986. Uno de ellos me tomó hospitalizado en La Raza, en un séptimo piso y atado por mangueritas de suero y sangre donada. Afortunadamente, todos son recuerdos agradables, dignos de relatarse, que me enorgullecen, que me estremecen cuando pienso que esa mañana sólo sería, en la historia de mi vida futura, una antesala a lo que el destino me depararía en los meses inmediatos.

Y a ti, como dijera el difuntito Chico Che, ¿dónde te agarró el temblor?*


Odysseus a la Deriva

* Hagamos una aclaración para los lectores NO mexicanos, o para los que de plano son unos fresas y fingen no saber de asuntos del vulgo populi, o para los niñetos emos que ahora tienen como 17 años y no recuerdan nada del México de hace un par de décadas:

Con el título ¿Dónde te agarró el temblor?, Odysseus hace alusión a uno de los más grandes éxitos de Chico Che, un músico tabasqueño de los más famosos en los años setentas y ochentas en México, líder del grupo La Crisis, dedicado sobre todo al género tropical y de infaltable presencia en bodas, quince años y bautizos de aquella época. Su verdadero nombre era Francisco José Hernández Mandujano, y su singular presencia rechoncheta, revestida de overol, anteojos de pasta y peinado de "no me alcanza pa la peluquería" le ganaron la simpatía de las multitudes tibirescas. Entre sus rolas más recordadas pueden contarse: Los nenes con los nenes, Pobrecito mi cigarro, ¿De quén chon?, ¿Quén pompo?, ¿Tons qué mami?, El esdrújulo, No te fijes que soy tímido, y por supuesto la que da nombre a esta entrada. Además hizo carrera en el celuloide nacional con títulos como: Despedida de soltero, Huele a gas, Delincuente y Taco de ojo. Ahora, si mal no recuerdo, por una coincidencia socarrona de la vida, esta canción estaba muy de moda cuando sucedió aquel trágico temblor del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México. [N. de la B. (léase como "nota de la bloggera")]

Píquele aquí pa escuchar a Chico Che:

lunes, 8 de diciembre de 2008

La fiesta del año

Por las charlas entre mates teóricos,
este mínimo homenaje para el Flaco
y sus cuentos que me encantan.

Uno intenta compartir de a poco lo que escribe, lo comparte con amigos: se construyen ciertas filiaciones, aficiones, temas recurrentes. En los últimos meses he recibido diversos textos de distintos amigos y por coincidencia, varios de ellos tienen que ver con la infancia. Uno podría pensar que las cosas que se escriben son extraídas de la más pura ficción, pero con sorpresa, ternura y expectación descubre que también hay fotos. Con sumo respeto y cariño he pedido a estos amigos que me faciliten sus textos, y, esto no estaría completo, si no me facilitasen también las fotos, así que como un homenaje a estos mis amigos, he aquí la primera entrega de esta serie (ignoro cuántas pueda haber, todo depende de las contribuciones). O, ¿a ustedes no les sucede?: uno lee o descubre una obra en la que se menciona al niño que habita en el creador de la misma, y no se preguntan ¿cómo sería de niño? Pues bien, yo he logrado satisfacer un poco mi curiosidad. Ahora, el juego está en que ustedes descubran quiénes son los que escriben; sé que quizá nadie lea esto, y sé que de hacerlo quizá no conozcan a mis amigos, pero eso no importa, las imágenes son inmejorables, están hechas por las corriosas y encordadas manos del tiempo, así que sólo podrán encontrar como firma, la identidad virtual de los escribientes (a menos, claro, que ellos pidan otra cosa).


En la víspera de su cumpleaños, Oscarcito durmió pésimo la noche, inquieto por una ansiedad totémica que le picoteó los nervios como un pertinaz mosquito y le hizo levantar tempranísimo con las ventosidades matutinas de su padre. Hijo único, su madre le embadurnó los cachetes con besos babosos y lo hizo víctima de sucesivas peinadas y despeinadas que procuraban ser mimos de salutación. Luego sus padres se pararon frente a él y lo miraron como hombre. Un hombre que acababa de cumplir ocho años.

Como a esa edad los cumpleaños son días especiales, y mientras su madre le preparaba el desayuno, Oscarcito salió a la vereda con la melena húmeda y una raya tan perfecta que no sólo le daban el aspecto de un ejecutivo de ocho años flamantes, más que respeto a su seriedad infundían sumisión. Parado a la sombra del naranjo contempló el refulgir de la calle de tierra bajo la pesadez opresora del sol de febrero, y sintió en la nuca cómo la humedad de las nueve de la mañana parecía ya la de la siesta. Encandilado por el brillo de las piedras de la calle escuchó el ruido de una bicicleta que pasaba y de ella brotaba el primer saludo externo a la familia: “¡Feliz cumpleaños, Tetona!”, y con el escarnio de saludo de algún infeliz que ni siquiera logró reconocer en la cascada luminosa de la mañana, toda su circunspección aparatosa se desmoronó inerme ante la revelación del vergonzoso secreto de su risueño mote. Del lado de los Britos le llegó una risa atragantada. Don Jimeno, soportando con imprudente estoicismo el peso desalmado del sol sobre su torso descubierto, con sus pectorales fláccidos y macilentos de perra vieja, se le reía con media lengua afuera uniéndose a la burla, señalándolo con un dedo tan tembloroso como el chorro de la manguera que sostenía con la otra mano. Pero el asomar de su lengua no obedecía a una burla párvula, sino a la ausencia de piezas dentales que la contengan y que, de no ser por el único y afilado diente superior que poblaba su boca, hubiese sido total. Estaba parado en el mismo lugar donde quince años atrás, luego de plantar un gomero para que le dé fresco a la casa mientras escuchaba un partido por el Campeonato que San Martín le ganó al Atlético cuando, ya con una edad provectísima, escuchó los rumores aún lejanos de la algarabía de la caravana de hinchas que volvían de la cancha y entró lo más rápido que pudo a ponerse su camiseta de San Martín y regresó acezante a la calle para saludar el paso festivo del campeón, pero la suerte fue tan perniciosa con él que le hizo elevar su mano en un gesto papal a la hinchada de Atlético. Como la hinchada rival no se encegueció de bronca frente a las rayas rojas y blancas que el viejo portaba con enaltecido orgullo, sino que, reconociéndolo senilmente desubicado, en lugar de despacharse con improperios vulgares y sin considerar su confusión intempestiva, se mofaron tan descorazonadamente de él que entró ruborizado y con un nudo en la garganta a su casa, mientras el colectivo cargado de salvajes explotaba en gritos similares a “¡Sácate esa camiseta, la puta que te parió!” o “¡Andá a comer la papa, viejo cagón!”. Regaba, mientras se reía de Oscarcito, el gomero que había plantado quince años atrás y al cual diez años después, increíblemente para su longevidad, e incapacitado durante esos diez años para hablar como una persona madura por tener la lengua en muñón e instado por ello a inventar un idioma propio que pocos entenderían, hacharía por la sola razón de un crecimiento desmesurado de la raíz que levantaba las baldosas del living y del baño provocado por un complejo vitamínico para árboles Made in China, en un día de tanto calor y humedad que, debido al esfuerzo físico, habría de sufrir un infarto que haría caer en medio de la vereda su cuerpo sin vida, tan seca y estrepitosamente como el gomero, instantes antes.


La risa de don Jimeno hizo que Oscarcito se siente a esperar el desayuno ante la televisión con el mismo gordiano gutural del viejo el día del campeonato de San Martín. Embobado con los dibujitos danzarines de la tele que se pegaban mamporros contusos con palos que se desmigajaban en astillas que quedaban regadas por el piso, endulzó tanto el mate cocido que éste se tornó amargo, extraña propiedad de la infusión, y de la cual él se creía descubridor. Ya cerca del mediodía la respiración se le fue haciendo anhelante, la hora de la fiestita se acercaba, había recibido su primer regalo; y doña Beba, su madre, iba y venía por la casa con los preparativos con un arrastrar cansino de chancletas. El almuerzo no tuvo nada de descomunal, salvo el menú elegido por el cumpleañero —costeletas con papas fritas—, y que su padre había cerrado, como todos los años, el taller mecánico para comer con la familia.

El grueso de los preparativos de la fiestita tuvo comienzo a eso de las tres de la tarde, cuatro horas antes de la cita en las tarjetas, cuando una a una fueron llegando las tías, sin distinciones de índole sanguínea materna o paterna para con Oscarcito. Una de ellas llegó con la torta a medio terminar —sólo le faltaba el decorado—, que de tanto esperar el colectivo, el dulce de leche se chorreaba como helado por los costados; otra se había comprometido a comprar el cotillón y llegó a la casa hecha un ciruja, arrastrando siete cuadras dos bolsas de arpillera, una llena de pitos y maracas y caretas y sombreros, y la otra, no tan abotargada, contenía los globos, la piñata y el papel picado, una bolsa de caramelos y todos los menesteres para las bolsas de sorpresitas; otra llegó convaleciente y cerca del desmayo por el esfuerzo de llevar una olla portentosa con ensalada de frutas a pie porque su hijo había salido en el auto con la novia; otra llegó con un cargamento de sánguches y frituras que sólo se comen en los cumpleaños, como esas albóndigas en miniatura con cebolla que tanto gustan. A las demás tías que fueron, las que nomás criticaban, chismoseaban, estorbaban, o simplemente habían ido a airearse las axilas mal afeitadas del sopor de la siesta con el ventilador, se les comisionó militarmente tareas productivas a los fines prácticos de la fiesta. A las más viejita, la tía Chona, se le encargó la humilde aunque digna tarea de cebar el mate; pero era una penuria cuando el mate Recuerdo de La Falda le tocaba a la tía Blanca, la de las bolsas de arpillera, porque suspendía los repulgos de las empanadas, lo tomaba de una única chupada animal, y comenzaba a blandir el mate en el aire largo rato como si tratase de acuchillar a alguien con la bombilla al hablar. Las otras, de mal talante, inflaron tantos globos que durante la fiesta estaban casi sordas, y millones de alfileres invisibles les pinchaban la garganta, transformándoles la voz en graznidos de pato.

Sin primos de su edad para jugar, Oscarcito cedió con facilidad al tedio del aburrimiento, mas las mujeres mantuvieron una actitud pétrea cuando se les acercó a bichar cómo marchaba todo. Vislumbrando un hastío interminable se marchó al patio. Allí comenzó a imaginar su torta con un decorado que ineludiblemente debía quedar en los anales de los cumpleaños memorables, a la que se recordaría por varios años en los recreos escolares. Seguramente sería un auto de carrera azul, con ruedas de chocolate, una cereza enorme a modo de casco por la cual todos los niños reñirían por comer, pero no: él, por ser dueño del cumpleaños, gozaría de la prerrogativa. O mejor podría ser una locomotora, o la cara de un ratón o la de Papá Pitufo.

El primero de los invitados llegó cinco minutos antes de la hora citada, cuando ya Oscarcito no contenía las ansias y lucía encantador con su ropa nueva y el cabello brillante de Lord Cheseline. Estaba mirando el Chavo del 8 con las piernas colgando de la silla cuando el timbre sonó. Entre los regalos más llamativos que recibió había una pistola como traída del futuro que arrojaba pequeños discos coloridos, pero era un fiasco porque si los discos eran arrojados con la mano llegaban más lejos que con el disparador de la pistola; un set de cubos de construcción didáctica acompañado de un folleto de modelos prediseñados para copiar, pero la cantidad de cubitos era tan exigua que apenas si alcanzaban para la mitad del diseño más simple; un juego profesional de pesca de jamás supo quién; y un mono de peluche que tocaba graciosamente los platillos, regalo anacrónico en su plenitud. Entre los regalos que le causaron desilusión había pelotas plásticas que no resistirían la primera patada y se destrozarían en flecos; un mazo de naipes de motos que no servía para jugar ningún juego, sino para comparar las virtudes entre ellas; un arco y flechas sin blanco; y los siempre despreciables pares de medias blancas que nadie valora como regalo en la niñez.

Cuando se calculó que la mayoría de los invitados había llegado ya, y sin haberles dado la orden aún de atacar la mesa servida, se llevó ceremoniosamente la torta a una punta del tablón. Oscarcito estaba cerca de la otra, charlando con unas compañeritas de escuela que no veía desde la finalización de las clases, en noviembre. De repente, se quedó embelesado como ante la visión de un Pegaso; pero se trataba de algo más revelador: la espalda monumental de los 120 kilos embutidos en el vestido a lunares de la tía Braulia, la piel chorreante sobre los codos de los brazos que cargaban la torta. Caminó abúlico tras el bamboleante cuerpo paquidérmico, fantaseando con un decorado onírico que sonrojaría a la Dama de Elche y denigraría a la categoría de mamarracho el Moisés de Miguel Ángel. Disolvió con violencia el tumulto de niños que se arremolinaba alrededor de la obra maestra de la repostería. Se acercó y descubrió que era lo mismo de todos los cumpleaños: una reproducción aovada de una cancha de fútbol, por sectores el césped verde, por otros amarillo y hasta celeste; arcos diminutos que apenas daban en la cintura al arquerito; la pelota como algo enorme que llegaba a la rodilla en el centro, monstruosa, que quebraría los huesos de los jugadores si alguno se animaba a patearla; siete tipitos de River de un lado y seis de Boca del otro; otra vez lo mismo, y en cada fiestita se perdía alguno de esos muñequitos futbolistas, la esperanza de que en un par de años se hayan extraviado todas las piezas de la ornamentación, tan gorditos, para nada atléticos, las manos en la cintura en una pose entre cansada y canchera, el cabello tan negro y prolijo como el de Oscarcito; lo abstruso de un número ocho ingente y una vela altísima en medio del campo de River.

Los engranajes se movían aceitados. Algunos niños bailaban en el centro del patio, bajo una hilera de banderines unidos por un piolín; los cuales, por tener cada uno pintado una letra, formaban la frase “FELIZ CUMPLEANOS OSCARCITO”. La “Ñ” jamás existió porque el cotillón era importado. Las parejitas se divertían mucho, se reían, hacían un trencito o un túnel con las manos e iban pasando por él; bailaban sin eutrapelia las canciones del eterno Carlitos Balá o las de Johnny Tolengo, el majestuoso. Las viejas apartaron las macetas con begonias y los tiestos con helechos y se sentaron a hacer palmas, devorando como langostas las empanadas y los sánguches de miga, dejando disponible un lugarcito para las pizzas que se horneaban. Unos niños ignoraban la orden de no arrojar comida a la pequeña alberca con mojarras —aunque las mojarritas no eran los únicos animales que sufrían: encerrado, en una pieza, el pobre Tobi se había agotado de ladrar—; otros niños, más obedientes, se mostraban los juguetes encontrados en las bolsitas de sorpresas, conversaban con madurez acerca de las vacaciones y de sus ganas que comience por fin el ciclo escolar. Don Jimeno, con su nieto sentado en sus rodillas, rezumaba curiosidad por el divertimento de los vecinos. Pronto se cantó el Cumpleaños Feliz, claro, se hacía de noche, Oscarcito sopló la vela, se sacaron fotos haciéndose cuernos con los dedos mas prefirieron no cortar la torta. Pero nadie podía dejar de mirar los colores de la piñata: seductora manzana del Edén sobre la pista de baile. Los niños comenzaron a verse cansados al rato, pobres ángeles, la habían pasado tan lindo, que las viejas decidieron darles con el gusto y pinchar la piñata. Se apretujaron como pollitos y una de las tías, con un palo de escoba con un alfiler en la punta, reventó la piñata sobre las cabezas de los chiquilines, que quedaron canosos de tanto talco y salpicados los rostros de papel picado. Se tiraron de panza a un piso enjabonado de imaginación, acaballaron inocuamente a los primeros que se arrojaron, bregaron por llenarse los bolsillos con caramelos Sugus; trataban con despotismo de acaparar todo lo caído al piso, los silbatos, los soldaditos, algunos llaveros de Clemente, los muñecos de Hijitus o Martín Karadagián. De repente uno de los niños descubrió, oculto entre el confeti, un juguete salido de la piñata que era único entre los desparramados: una rana plástica azul que si se le presionaba el culo y se lo soltaba hacía una maroma deliciosa y volvía a caer, apercibida para otra pirueta. Estiró su mano para apropiarse, pero un zapato charolado se la pisó. Tensando los músculos del cuello con susto y dolor levantó la vista; el dueño del pie lo miraba impávido, dispuesto a hacerse de la rana. Se agachó, casi sin flexionar las rodillas ni liberar la mano del otro niño cuando desde atrás lo embistieron a la altura de las nalgas. El que pisaba la mano fue, a los resbalones y cercano a caerse, a chocar con su cabeza en la panza de una de las señoras sentadas al costado, quien perdió el equilibrio y cayó sobre los tiestos de helechos, salpicando tierra a las otras viejas. El que había empujado ya estaba atado a las trompadas con el pisado y los demás chicos se iban sumando a la golpiza ciega por ganar la rana, ignorantes de la algaraza desesperada de las tías. La curiosidad le picó de una manera insoportable en las orejas a don Jimeno, así que acercó un cajón podrido de manzanas a la tapia, le pidió a su nieto que lo sostenga y se trepó a husmear, acodado sobre los ásperos bloques. Enloquecido por el vocerío sin control, el pobre Tobi escapó ríspido por una ventana y salió al patio. La tía Chona, con el trajín de sus noventa y dos años, fue la única que tuvo despabilada la mente como para ir a desarmar la bola de manos, pies, uñas y dientes que iba y venía por el patio contagiando furia; en eso el Tobi, ebrio e iracundo y en un ataque de demencia, se le prendió a la pierna varicosa de la vieja con una excitación gerontofílica imposible de contener. La tía Chona quedó soltando patadas al aire para librarse del lúbrico frenesí del perro. En el límite de la extenuación, don Jimeno, sacando su lengua, se reía señalando a la tía Chona. La tía Braulia se paró obcecada con su porte inhibidor dispuesta a acabar con la gresca, y con un manotazo azaroso agarró a un chiquillo de la oreja. La turbamulta enceguecida interpretó que esa bestial mujer quería llevarse el premio, y se le fueron encima como hormigas hambrientas. La horda le descargó tanto encono que la gorda salió zigzagueando con la cara arañada y tropezó con la pileta de las mojarras, cayendo de cabeza. Oscarcito y sus amigos, ya aliados, agarraron de los pelos a las otras viejas para evitar otro ataque, defendiéndose ellas a cachetadas limpias de los endiablados trasgos. La tía Braulia tragaba el agua verdosa intentando gritar, sintiendo el roce aterciopelado del musgo en el rostro, procurado asirse de algo firme que le permita poner a flote la cara y respirar, mientras sus velludas y gordas piernas se movían como tijeras en el aire. El nieto de don Jimeno lo sostenía por el trasero, las maderas podridas del cajón doblándose conminativas; y, cuando la risa de don Britos se tornó tan espasmódica al ver los calzones de la tía Braulia que pataleaba descarriada por no ahogarse, y que de tanto esfuerzo terminó por cagarse encima, las maderas cedieron y don Jimeno se vino abajo, chocando su mandíbula con el borde de la tapia. En la caída, Jimeno Britos se perforó tan fiero la lengua con su único diente que los doctores tuvieron que practicarle una ablación. Ese fue el accidente que habría de dejarlo casi mudo hasta el día de su muerte, diez años después. La fiesta era un pandemonio. La tía Braulia se había cagado encima intentando no ahogarse en una piletita de dos por dos con cincuenta centímetros de agua; don Jimeno con la lengua incrustada en su único diente; un perro extático le eyaculaba la pierna a la tía Chona; las otras viejas, llenas de tierra de los tiestos, pugnaban por sacarse de encima los niños alocados que las rasguñaban sin piedad. En la punta de la mesa la torta había quedado intacta. Desde allí los muñecos contemplaban el show, orgullosos de sus vientres abultados, con sus cabellos engominados; todos en esa pose tan sobria, tan tanguera.

Flacobain Buendía.


lunes, 10 de noviembre de 2008

Precisamente no fue Lorena...


Con admiración para la mujer a la que Bukowsky
"pudo haber amado más, pero no quiso".

Por las amistades inveteradas:
para Lorena con cariño Chinesco o Chinasky,
como más le plazca a vuesa mercé.



Era la noche del lunes 20 de octubre de 2008, cuando una amiga, en efecto de las mejores, llamada Lorena y yo decidimos asistir a un festival cultural local (por local, me refiero a que esto sucede en Metepec, Estado de México) de nombre mitológico, Quimera.


Lorena como que no tenía muchas ganas, pero ante mi insistencia, acordamos en vernos en las escalinatas del maravilloso Calvario (aunque suene a parajoda) que en las faldas de su cerro aloja esa ciudad, llamada "típica" por no sé que gobernante con anhelos de exotismo. Habidas del mentado exotismo queríamos presenciar unas danzas misteriosas venidas desde lejanas tierras denominadas Rajasthan.


Acudimos a la cita que digamos no muy puntuales, y eso sí surtidas con un buen medio litro de garañona [bebida de tenacidad verde, maufactura tradicional, y también de exóticos resultados (como puede verse, al parecer en la tierra del Cerro de los Magueyes -toponimia de Metepec- todo es muy exótico)], pero llegamos incluso anticipadas, pues ante los ejercicios calisténicos las danzantes demoraban su aparición sobre el escenario.


Al fin aparecieron, y el evento transcurrió sin mayores contratiempos ni sobresaltos (excepto por una señora de "chocantismo" superior, que creía poder aplicar la ley antitabaco incluso en un lugar abierto, y que por obvias razones se llevó un par de groserías ejercidas sobre su pequeña y metepequense humanidad. Ah, y también por un hombre que en alarde de sus dotes masculinas -según explicó el presentador- danzó sin descanso y con denuedo sobre vasos de cristal, clavos, sables y todo esto con una vasija, que eventualmente se convirtió en dos y luego en tres, sobre su cabeza y una exultante sonrisa en sus labios).


Al finalizar el ejercicio de las bailarinas, decidimos cenar cualquier fiambre de esos que se mercan en la calle, y después de chismosear con desparpajo un rato para actualizarnos sobre las amistades comunes, emprendimos una caminata breve que nos conduciría a la casa de los padres de la mencionada carlota; unos cuates de más, unos cuates de menos por el camino; algunos tragos verdes de más, algunos tragos verdes de menos por el sendero, y, entonces...


Yo sé que enllegando aquí, usted que lee para evadir su realidad y dejar de lado las terribles y estresantes ocupaciones que le aquejan y lo desmadran, comenzará a preguntarse: "Y, entonces, ¡qué chingaos...!, ¿Por qué estoy leyendo esta pendejada que no dice nada ni implica sorpresa alguna? ¿Por qué estoy perdiendo mi tiempo descifrando con esfuerzo mental y criptográfico este código para leer que una vieja fue a ver a otras viejas, hindúes además, que bailaban y contoneaban sus caderas con singular habilidad?"... Téngame un poco de paciencia, pues este relatico apenas va alcanzando su punto álgido, ya que era al punto de las "contoneancias" al que quería llegar...


Aunque, no sólo eso, recuerdo que hace años ya, cuando uno tiene tiempo de hacer ejercicios de lectura como éstos, ejercicios lectores que no llevan a nada (o que quizá muchos años después uno descubra que siempre lo llevan a las mismas reminiscencias, a las mismas obsesiones que lo han dotado de su característica personalidad a usted, que le han proporcionado sus ya tradicionales toques estílisticos particulares), recuerdo que yo leía con avidez a Chinasky.


Porque para ser justos, a Chinasky o Bukowsky, como a usted le dé mayor confianza, hay que leerlo en la adolescencia, o a menos que uno sea un viejo indecente, pues en la madurez. Pero como yo aún no soy vieja, y... Cristo bendito (esto lo digo, haciendo la señal de la Santa Cruz sobre mi rostro) MUCHO MENOS, ¡que quede claro!, MUCHO MENOS INDECENTE (muajajaja, ¿o sí?, bueno eso le tocará a usted descubrirlo), pues leí a Bukowsky en mi delgada adolescencia, y luego de algunos libros y varias decenas de relatos (con un par de pelis de por medio), dime cuenta de que don Chinasky, ése al que tanto se ha admirado y que tantas contradicciones y polémicas ha desatado y sigue destando con sus teatrales persona y literatura, sí, llegué a la conclusión de que don Chinasky es el más grande tomador de pelos de lectores, es, para decirlo en términos traductoriales de Anagrama: un gran gilipollas, a quien le gusta engañar de forma sublime a sus papanatas lectores (esto dicho sin ganas de perjuicio alguno, de verdad que yo quiero y he querido mucho al gran Bukowsky).


Si no me cree, haga un par de relecturas, tome cualquier libro de relatos (que digo de relatos, no de poemas, esos son muy distintos) y vea como a través de las páginas, en muchos de los casos el inicio del cuento es algo así como: "Envolví mi pene sangrante con una toalla y salí corriendo a tomar un taxi", más o menos, no pretendo ser exacta, y, entonces (este entonces no es el entonces de los suspensivos, pérese otro poquito) es que el buen Charles lo atrapa a uno, pues uno o una, piensa: "En la madre, pues qué le pasó a este man, qué fue lo que hizo que su pene sangrara de forma tan descomunal, no, no, tengo que seguir leyendo, tengo que saber qué pasó". Y, entonces (jajaja, otra vez entonces, pero no hemos llegado aún, relájese...), uno lee y lee y lee y van sucediendo tal cantidad de cosas absurdas y tragicómicas que uno termina por olvidar por qué estaba leyendo, pero no puede soltarse, uno NECESITA SABER qué diantres le pasó en el pene a ese güey, por lo que lee hasta el final, y en la última línea del relato descubre que...


Pero, en fin, no nos entretengamos más en Chinasky, que es cosa menor, volvamos al entonces de los puntos suspensivos.


Y, entonces... (recordemos que Lorena y yo íbamos por la callejuela de una ciudad típica, con sendos bolsos de mujer en sendas manos siniestras y sendos vasos de garañona en sendas manos diestras)... y, entonces, en el momento más distraído de la charla, que siento como la parte trasera y más regordeta de mi humanidad (para este efecto, llámemosle nalga izquierda), que siento como mi nalga izquierda era mancillada por un objeto extraño, que segundos más tarde comprendería yo, era una mano. IJ!!!


Durante el par de segundos que siguieron al "torteo" y que precedieron al torcimiento de mi cuello, yo pensé con candidez: "Ha de ser algún amiguito confianzudo, que anda medio pasado de las copas y que ha querido congratularse de forma no muy agradable con esta, acá su amiga"; pero al segundo siguiente, pensé de nuevo (y mire que esto ya es demasiado): "Pero, ¡¿quién jijos de la chingada, que yo conozca, es capaz de hacer algo así, a sabiendas de mis habilidades para estrechar narices con mi puño cerrado y endurecido?!" Y, ya para rematar, en un tercer segundo, pasó por mi mente una idea que de tan extraña provocó un escalosfrío en todo mi ser, una idea tan sorprendente que estuvo a punto de causarme un infarto al meritito miocardio y áreas aledañas: "¡¡¡FUE LORENA!!! ¡¡¡¡FUE LORENA!!!".


[ALTO. Hagamos un corchete. Yo sé que estas cosas no pasan, yo sé que cuando uno conoce a los amigos de tanto tiempo, es díficil ignorar las preferencias sexuales y fraternas de cada quien, pero, como este mundo de a últimos tiempos es tan loco y tan absurdo, pues a veces pasan cosas extrañísimas y uno duda. Además, tómese en cuenta que eran cercanas las 12 de la noche, esa hora en que las calabazas se convierten en carruajes, los ratones en pajes, los caballeros en lobos lujuriosos, las caperucitas en teiboleras, y los despistados en abducidos por entes alienígenas, y pues yo comencé a pensar que quizás a Lorena le sucedía como a Fiona la de Shrek y llegada la medianoche mi querida Lorenaza cambiaba las velocidades de su bicicleta, para decirlo con claridad: que en algún momento de nuestra ya vieja amistad, mi amiga había demudado de la gran mujer con dotes chamánicas que es, a una lesbiana con preferencia por mi trasero (esto dicho sin tono sectario alguno, creo con firmeza en el libre albedrío y en la libre preferencia y ejercicio sexual de los seres humanos), y que las calles ya estaban desiertas, y que el ser humano más cercano a mi ser humano era Lorena pero, y, entonces...].


Entonces, luego de pensar tres segundos en tres posibilidades distintas y de lanzar un grito asustadísimo, tuerzo mi cuello a la derecha y veo que Lorena sigue en el mismo lugar que un grito antes, volteo más a la derecha y vemos, Lorena y yo, como en dirección a algunos metros dejados ya por nuestros pasos había un hombre (si es que puede llamársele así), que nos observó durante otros tres segundos con curiosidad, acto seguido emprendió la carrera, llegó hasta la esquina más cercana (como a 20 metros de distancia), se enfundó en su automóvil color vino y se largó con tal tranquilidad...


Luego de alzar mi voz con cualquiera de las groserías que usted pueda imaginarse, Lorena y yo nos miramos consternadas, asustadas, indignadas, sorpendidas, agobiadas, y todos los demás "adas" que puedan ocurrírsele, y Lorena concluyó el asunto con una frase que perdurará para la posteridad:


"Caray, una ya no puede salir a contonearse por las calles con tranquilidad".


Pero y a todo esto, con mucha carcajada y por fortuna poco trauma, yo me pregunto: ¿qué fascinación encuentran los hombres en "tortearla" a una? ¿Qué placer tan rídiculo e insignificante puede provocar el instántaneo toqueteo de un cuerpo ajeno? ¿Es que acaso ese hombre (o cualquiera de ellos que haga estas cosas) cree que ha dejado su huella en mi ser (o en el de cualquiera otra fémina que haya padecido algo semejante) y que todas la mañanas salgo a la calle con la esperanza de encontrarme de vuelta con su mano? ¿Es que se planea un acto como éste, es decir, se sigue al objeto del deseo y se espera el momento oportuno, o es un suceso imprevisto y satisfacorio por su inmediatez? ¿Es que la trágica sexualidad de "hombres" como éste no haya consuelo más que mediante furtivas transgresiones? ¿Es que hay alguna a la que un encuentro tan relampagueante pueda encenderle la libido? ¿Es que acaso usted ha llegado hasta esta línea? ¿Es que acaso, a la manera de Bukowsky, yo he logrado jalarle las trenzas sólo para llevarlo a leer este suceso insignificante que acontece repetidamente de cotidiano, escudado por el anonimato de las grandes ciudades?


Jajaja, la verdad, ¿quiere saberla? Es que no sé si Chinasky lo planeaba, pero yo al menos, luego de leerlo, siempre tuve ganas de escribir algo que no dijera mucho y que a pesar de ello pudiera tenerlo atrapado a usted. Ahora no más, no se enoje, por favor, esto ha sido escrito para usted con premeditación, alevosía, ventaja, afán y mucho cariño.


PD: Que me agarraron la nalga es totalmente cierto, y si alguien conoce a ese palurdo que cometió este mínimo crimen, dígale, que yo también muero de ganas de estrechar la redondez de sus testículos con mi rodilla, y que podré hacerlo también con hartos deseos... pero de venganza.
PD 2: Si usted quiere saber qué fue lo que hizo que el pene de ese hombre sangrara de tal manera, busque un cuento de Charles Bukowsky titulado Precisamente no fue Bernadette o No fue precisamente Bernadette, cuestión de traducciones.

sábado, 11 de octubre de 2008

Cartas de amor

Fernando, Álvaro, Ricardo, Alberto, Bernardo...
para ti, este minúsculo homenaje a tu mirada de animal herido
con voz de fiera embravecida.


Nunca he escrito poemas de amor, me parecen absurdos, me avergüenzan... pero nunca debe decirse que no se necesita un trago de esa corriente... A veces, las menos, sucede... Y casi siempre, alguien ya lo ha dicho mejor y más simple y más enfebrecido y menos tangible.



Todas las cartas de amor son rídiculas.
No serían cartas de amor si no fuesen rídiculas.

También escribía en mi tiempo cartas de amor,
como las demás, rídiculas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser rídiculas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son rídiculas.

La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
son rídiculos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente rídiculos.)


Fernando Pessoa

Resquicios

El gato que atisba entre el polvo
Por el vino y la charla,
por los encuentros insospechados.

A la vejez viruelas... y ahora me da por escribir poemillas de amor...

Despierto
y antes de abrir los ojos
presiento la cálida inicial de tu nombre
en el infinitesimal resquicio
entre mi lengua y mi paladar.

Comienzo el día
como no queriendo,
para ignorar esta señal,
pero al correr de las horas
descubro
entre un pensamiento y otro
entre una cosa por hacer y otra
el atisbo cintilante
de tu mansa mirada.

Llego al medio día
y entre el arrollador aroma de canela
y la cucharada de azúcar,
encuentro ese minúsculo gesto
que haces al beber café:
¡Qué rico!, dices siempre
mientras aspiras de tu taza.

Como con premura
en los minutos que las erratas me permiten
hacemos bromas con los del trabajo
y recuerdo
las sombras de tus manos
al moverse, ajenas,
cuando hablas de lo doloroso que fue tu padre,
de la transparencia de tu madre.

Comienza la tarde
y trato de dejarte, un poco lejos,
trato de olvidarte
pero tu sonrisa está ahí
palpitando como las cuatro de la tarde
esa hora arremansada de la satisfacción y la modorra.

Se oscurece el cielo
y es en este mínimo crepúsculo,
cuando creo que he ganado,
cuando por un segundo
olvido tu nombre, tu mirada, tus manos;
entre toda esta gramática infame
puedo declararme:
—He vencido.

Pero entonces,
es al derrotar tu recuerdo
cuando vuelvo a recordarte
y me preguntó
en qué atrajinada calle andarás;
y sé que charlas con tus amigos
de tus viajes, de tus libros,
y tal vez en medio de todo esto
se filtre el nombre de una mujer a quien amaste
o la turgente cadera de una chica que viste por la calle.

Es así que al llegar la noche
está de nuevo aquí
en la comisura entre mis párpados y mis pupilas,
en el guardapolvo entre mi pecho y mi suspiro,
en el rabillo de las yemas de mis dedos,
en el ángulo entre mi nariz y mi garganta,
en la cornisa detrás de mis rodillas,
el reflejo claro de tu hermosa sonrisa.

Hago los preparativos para el día siguiente
me ajetreo en las domesticidades
del final del día
y voy por la casa riendo con mi hijo
como si no importará
esta necesidad de llamarte,
de saber de ti.

Luego duermo
agotada
y en el entresuelo del sueño
vuelven a aparecer tu rostro y tu voz
de fuerte e inagotable periplo,
y me vuelvo a preguntar
¿qué es esto?
¿es que soy capaz de hacerlo de nuevo?

¿Es que soy un solo
y húmedo testigo de un naciente
y sencillo enamoramiento?

Y así
tan tontamente
vuelvo al nuevo día
con este insoslayable diccionario
de ternuras que no he podido contarte.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Despiértame cuando pase el temblor...

jueves 19 de septiembre de 1985, Distrito Federal



si es que pasa...



Para todas las víctimas de esta infame ciudad, sean del temblor o no...
Gracias a Odisseo, por ser el primero en hacer recuerdos del temblor, te quiero



como siempre la mañana era una cosa ajetreada, que levantáte, que se hace tarde pa la escuela, que desayuna rápido, que pónte el uniforme, podía escucharse el noticiero televisivo que mis padres sintonizaban para acompañar las mañanas, era jueves, ¿no? todos sabemos que era jueves...

y en mi casa la situación era en ese entonces un tanto amarga: mis padres discutían casi por cualquier cosa, era esa época en la que el lustre de felicidad de los primeros años de mi vida, comenzaba a resquebrajarse como el alfeñique viejo y polvoso.

vivíamos, lo recuerdo aún, en la casa que nos rentaban don Joel y su esposa Amelia, un par de viejecillos jubilados. don Joel era alto, de ojos muy verdes, todo cano de cabellos color plata brillante, y güero, güero, tenía la piel colorada de tan blanca, y doña Amelia era por el contrario, muy bajita, morenita, achatada, incluso del cuerpo, y por ese entonces comenzaba a padecer de una demencia senil que la hacía jugar por horas con mi hermano que tenía 5 años, jugaban con He-Man y con Skeleton, los sumergían en la pileta del lavadero, y a veces doña Amelia nos dejaba sorber la cálida miel que surgía del centro de la gran flor de noche buena que cultivaba en el corredor, tenía un montón de macetas con muchas flores, muy coloridas, o al menos así es mi recuerdo.

el departamento era verde por dentro, y contaba sólo con tres habitaciones, se encontraba en la calle Sur 119-A, col. Sector Popular, no recuerdo el número, enfrente, casi, estaba la tienda de doña Maura, que era una ogresa y tenía aterrorizados a todos los niños de la cuadra, pero siempre tenía una vastedad de dulces que no permitía que el negocio decayerá a pesar de su mal carácter. como tres casas más adelante, del mismo lado de la calle, vivía mi amiga Sayonara y su abuelo David, y a dos casas más vivía Sandra mi amiga-enemiga (siempre nos peléabamos y nos volvíamos a contentar), con su madre Yolanda y su abuela Chabela, que me caía remal, porque mi madre siempre me obligaba a saludarla y ella "Chabelita", una vieja recia y curtida, me mordía los cachetes con una mezcla de lujuria, hambre, ternura y dentadura postiza, y el resto de la familia (de hecho, esa casa fue la primera que rentamos en esa calle). del mismo lado de la tienda de doña Maura estaba la casa del Tanque y sus no sé cuántos hermanos. a mitad de la cuadra, estaba la casa de Luzmaría, mi mejor amiga de la infancia a quien siempre tenía que rescatar porque yo era grande y fuerte y ella flaquita, chiquita y apta para que le cometieran todos los abusos que les da por cometer a los niños de kinder. Cabe aclarar que su madre Martha era la mejor amiga de mi mamá, y como eran 5 hermanas, en este orden: Martha, Lucía, Luzmaría, Andrea y Ana, y mi hermano y yo, las reuniones infantiles eran inenarrables con escuincles saltando por toda la casa, que era grande grande, porque su padre Lucio ganaba harto varo y compró esa casa inmensa con aspiraciones de mansión y dejos de kitch con todo y peluches y colores chillantes.

en la esquina, antes de llegar al camellón vivía doña Lucha con sus tres perros feos (de una raza muy exótica y de mucho pedigrí, pero que daban mucho miedo) con su marido Tomás, que era el teporochín de la cuadra y que daba el mismo miedo que sus perros, por el olor a alcohol. y casi en la otra esquina, del lado que colinda con Churubusco, vivían (o viven, no sé) mis madrinas, madrinas de grado, de deveras, Queta y Juanita con toda la familia: doña Juvencia, la matriarca, don Luis, el padre, "mis novios" los tíos Esteban y Agustín ("mis novios" porque les encantaba hacerme repelar correteándome para agarrarme a besos, cosa que a mí me enfurecía y me avergonzaba, aún no sé por qué), y demás familia mucha mucha que ahora se me olvida, ésos sí eran una gran familia mexicana, y no como la mía que siempre ha estado compuesta sólo por mamá, papá, hermano y hermana. esa era la cuadra.

el departamento, como ya dije, era verde, con cocina, baño y dos habitaciones separadas por una gran cortina "color hueso" colocada por mi madre. las cosas no iban bien. yo tenía ocho años y comenzaba a invadirme una soledad y un desasosiego provenientes no sé de dónde, quizá de los gritos y el desamor de mis padres.

eran como las 7:15 am y se hacía tarde para la escuela. de pronto todo comenzó a moverse de una forma insospechada y tremenda, yo con la mitad del uniforme puesto, con la mitad del sueño aún puesto, con media trenza hecha, y el resto de la melena como nido de gorriones. mi madre con media molestia puesta, con el sartén en la mano cocinando los huevos del desayuno, a medio vestir también. mi padre con el short verde de su pijama, y su clásica camiseta Rimbros (como la de Odisseo, pero más grande), apenas deshaciéndose del catre (en el que decidió dormir desde siempre, porque no le gustaba dormir acompañado). mi hermano, hermanito, el bebé, el chiquito, aún dormido en la cama matrimonial en la que dormíamos mamá, él y yo.

esta es una foto, una postal cruel grabada en mi memoria: el niño dormido en esa posición de inmaculada ternura de los bebés, con la "colita" al aire, dormido profundamente, el padre apenas levantándose, la madre ya en la cocina, la chamaca a medio peinar y peleando como siempre por las sendas y jaloneadas trenzas cotidianas, de pronto todo se mueve, suenan todos los cacharros de la casa, truenan las paredes, refunfuñan los asbestos, la cortina es una increíble tormenta, rápido, todos a la trabe entre los dos cuartos, todos, todos, el niño, el niño grita mi madre, el niño está dormido.

JUAN JUAN JUAN!!! EL NIÑO, RÁPIDO, EL NIÑO ESTÁ DORMIDO, VE POR ÉL!!!!

mi padre corre, el suelo se mueve, mi padre se tambalea, corre de nuevo, el suelo y las camas se confabulan chocan con las piernas de mi padre.

EL NIÑO!!! JUAN AGÁRRALO!!! JESUCRISTO BENDITO, ¿QUÉ ES ESTO? VIRGEN SANTÍSIMA, HIJITA ABRÁZAME, HIJITA!! AAAYYY JUAN JUAN EL NIÑO!!! PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO, SANTIFICADO SEA TU NOMBRE...

mi padre, finalmente, después de tres intentos, dos caídas y la lucha librada contra el brutal movimiento, alcanza al niñito, al güerito (aunque es extraño mi hermano es güero). lo alcanza por las piernitas, lo toma en vilo, lo abarca con sus brazos inmensos de boxeador, sí, le hacía a la boxeada de patio. corre a la trabe, nos abrazamos todos. el movimiento cesa, hay cosas tiradas por todas partes, huele, huele feo, huele a tierra, huele a susto. fin de la postal.

todos abrazados salimos a la calle, la cuadra está normal, pero todos están en las puertas. qué pasó, cómo están allá, qué pasó por acá. no falta la que grita, la que llora, a don David le dio una embolia que le enchuecó la cara durante meses. todos están bien, todos están asustados pero bien, excepto doña Lucha y sus perros y su teporocho, que se quedaron atrapados porque se descuadró el zaguán y no pueden salir, todos los vecinos ayudan, y en la casa de doña Lucha no pasa más nada. varias casas de la calle quedaron cuarteadas, algunas banquetas levantadas, se cayó uno de los árboles más grandes, sin más perjuicios.

más tarde, cuando llegó la luz, el azoro, el terror, la sangre, los cadáveres, todo hecho polvo, las calles tan
desconocidas, parecía una bomba, muchas bombas, yo había visto eso en las noticias, pero en otros países, en El Salvador quizá, mis ojos eran muy grandes ante el azoro, ante esa destrucción, mis ojos de ocho años, cuántas muertes, cuántas oraciones, ¡cuánto llanto! mamá, ¿qué pasó? el temblor.

el temblor dejó su marca, su muesca, sus escoriaciones en la piel de todos los defeños, en la piel desgarrada de mi familia, que algunos meses después (quizá un año más tarde, no más) se desintegró al fin.
mis padres luego de tres o cuatro separaciones, al fin terminaron por dejarse, terminaron de odiarse, de gritarse, de maldecirse.

el temblor también dejó su cuarteadura, la más grande, en mi recuerdo de los ocho años.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Demasiado verdadero para ser cierto*



Estados Unidos se autodenomina la tierra de la libertad, pero la primera libertad que tenemos tú y yo es la de desempeñar un trabajo como explotado. Una vez que hayas ejercido esta libertad, entonces, habrás perdido el control sobre lo que haces, lo que se produce y cómo se produce, y al final, el producto ya no te pertenecerá a ti. La única forma de evitar a los jefes es no cuidando de ti mismo, lo cual nos lleva a la segunda libertad: la de morirte de hambre.**

Tom Morello



La carga laboral a la que se ha visto sometida mi pequeña y humilde persona (¡sólo soy una pobre y mundanal mujer! ¡pinche y rejodida SEP!) en las últimas semanas me ha llevado ha retomar uno de los vicios de los que me es difícil librarme una vez que me atrapa un disco.

No sé si esto tenga algún nombre médico, pero hay discos de los cuales, una vez escuchados me cuesta desprenderme, los escucho una y otra y otra y otra vez hasta el infinito, y puedo abandonarlos por algunos periodos, pero basta con que los escuche de repente para volver a la carga. Esto, obvio, restringe mi acervo musical, pero deja grandemente satisfecho mi trastorno obsesivo compulsivo y, de hábito, también muy enfebrecido mi corazón puramente rocanrolero.

En fin que debido a la carga de trabajo y para obligarme a mantenerme despierta, cuando ya se sabe que es imposible conseguirlo, y cuando sé que en cualquier momento caeré como fulminada por un rayo o un litro de tequila, he vuelto a escuchar (¿ya lo dije? ob-se-si-va-men-te) a Audioslave, este sí, todo: todo Audioslave me chifla el moño, me eleva la cabras, me salta las trancas, me pone en estado "piscotrópico". Así que a continuación me atreveré a enlistar una serie de razones por las que Audioslave me parece una de las mejores bandas que ha existido en los últimos años:

1. Porque se formó de los restos de dos de las bandas más potentes de la década de 1990: Soundgarden y Rage Against the Machine, y aun con ello, pudieron crear un estilo propio que dejó atrás las reminiscencias de cualquiera de las primeras dos.

2. Por la voz de Chris Cornell.

3. Porque lograron ganar adeptos, con el rumor mal intencionado de su separación, incluso antes de darse a conocer y hacer cualquier grabación.

4. Por los ojos de Chris Cornell.

5. Por el fresco y energético sonido de su música, que reivindica el rock en su más puro estado de rebeldía, en su más limpio y rítmico sonido hard rock, aún cuando sus integrantes ya no se cuecen, digamos, al primer hervor (característica por la que muchas banditas "noveles" morirían).

6. Por los labios de Chris Cornell.

7. Porque Tom Morello aprendió a tocar guitarra gracias a los que menos sabían hacerlo: The Sex Pistols.

8. Por el bigotito mamón de Chris Cornell.

9. Porque Tom Morello luce como persona seria, como cualquier peloncito cuarentón sin oficio ni beneficio, pero cuuuaaaando toma una guitarra, se convierte en uno de los más sorprendentes digitando.

10. Por la venas del cuello de Chris Cornell y la forma en la que se tensan cuando canta.

11. Por el gran tatuaje de Tim Commerford en los hombros y en la espalda, que fue hecho para mitigar el gran dolor que le produjo la muerte de su madre.

12. Porque Tom Morello tiene una guitarra que dice "Soul Power", y porque el soul se nota, aunque sea muy de lejos, en el sonido de la banda (si no me creen escuchen "Original Fire").

13. Por los crudos golpes de la batería de Brad Wilk.

14. Por la guitarra azul de borreguitos de Tom Morello.

15. Porque Brad Wilk juró no aficionarse a las cosas materiales a la muerte de su padre, caído en bancarrota años antes.

16. Por el intenso activismo político de los ex Rage Against the Machine, ahora resucitados.

17. Porque Tom Morello está graduado en Historia en Harvard.

18. Porque me encantan las letras de sus canciones (tienen sus tintes poéticos) aunque "los críticos" (¿y estos güeyes, que siempre joden lo bueno, quiénes son?) las tachen de incongruentes, ¡protesto!, nada más falso.

19. Por el garbo con que Tom Morello hace chillar sus cuerdas.

20. Porque en el minuto 3:09 de "Like a Stone" aparece el bebito, de apenas meses, de Tim Commerford (estos tintes de familia que ponen a lo largo de su tabajo, me encantan).

21. Por el "look" de indio navajo de Brad Wilk.

22. Por el rescate de películas setenteras que hacen en sus videos: Vanishing Point, en "Show Me How to Live", y Rocky en Doesn´t Remind Me.

23. Por las manos de Chris Cornell.

24. Porque Tim Commerford casi siempre aparece sin camiseta.

25. Por el colorcito de azúcar moreno de Tom Morello (para versar sin esfuerzo).

26. Porque el sonido de la guitarra que Tom Morello dejó en Audioslave es inconfundible, innegable, inenarrable, limpio, crudo, claro, desgarrado y maravilloso.

27. Porque es la única banda de rock que ha dado un concierto en Cuba.

28. Por Chris Cornell.***

29. Porque en sus videos TODOS tienen rostro de felicidad y de que les apasiona lo que están haciendo, y se ve que son súper cuates.

30. Porque TODOS los integrantes de la banda declararon haberse sentido con mayor libertad creadora en Audioeslave, que en ningún otro proyecto que han tenido.

31. Porque Audioslave me encanta.

32. Porque quiero que regresen, aunque sé que los "reencuentros" siempre terminan siendo una "chafez".

33. Y porque eran demasiado buenos, demasiado verdaderos músicos, mucho talento junto, para que duraran más de tres discos (¡snif! ¡snif! ¡snif!).


* El título se lo debo a mi querida Maribel, que emitió esta frase en un arranque de auténtica "furia contra la máquina", aunque bastante alejada de este contexto.

**Cualquier parecido con mi realidad, ¿es mera coincidencia?

*** Estimado lector (¿hay alguno?), aunque todo apunta a que mi libido se altera cuando veo a Chris Cornell, no se deje engañar, esto no es más que un puro placer estético (para citar a Lorena). Mi verdadero amor es Tom Morello, sobre todo si lo veo tocando una guitarra.

sábado, 16 de agosto de 2008

De los días y yo



Tengo el corazón sano.
El ojo limpio.
¡Llegan los nuevos días!
Quisiera ser un año más viejo,
releer este diario
y llorar de alegría.
Estoy dispuesto.
Me espero a mí mismo.
Parto en mi busca.


Diario de un aspirante a santo,
Georges Duhamel







¿Será que podré llevar el registro de lo que hacen los días y el tiempo con mi ser? La muerte y la vida (detalle), Gustav Klimt.

Esta tarde-noche he visto a medias una película (de la que no pude saber el nombre), no me entusiasmé demasiado con ella porque el protagonista era Ben Affleck, que para aquellas que digamos se conforman con las carnes es algo más que carne, pero para mí no tiene mucho chiste y me parece medio mensis; bueno, el caso es que comenzó a capturar mi atención cuando a los pocos minutos resultaba que este man que era un ventajoso empresario y que volvía dorado y costoso todo lo que tocaba le daba por inscribirse a un curso que para aprender a escribir diarios, el suyo propio para ser más exactos.

El profe, Pikrim (creo), facilitador del cursillo era insufrible, y en la primera sesión sólo se esforzaba por presentarse y decir algo como: "Hoy comienzan el camino para conocerse a sí mismos, así que tomen su diario y escriban para sí, ¿quién soy?, abur", y se largaba. El Ben, o el Marck (creo), o el como sea pues comenzaba a escribir la cosa esta, no sin hartos trabajos, porque además de las cuestiones laborales, lo distraía una güerota, en la peli Nina, mejor conocida como Rebecca Romijn Stamos, ¿estamos? que además le salía con una jalada de esas imperdonables y que no cuento porque si no ya no ven la peli... en fin que todo esto sólo me llevó, además de a reirme porque no estaba tan mal la historia, me llevó a recordar mi diario.

He intentado escribir un diario desde que tengo 14 años. Y la verdad es que siempre ha terminado siendo anuario, casi secular, ya mero para los festejos del bicentenario de la Independencia, y al final del año descubro (bueno, no descubro claro que siempre lo sé, no más es para di-si-mu-lar) que sólo escribí los primeros tres días del mismo.

En el primero que tuve no escribía cotidianamente, pues por extrañas razones lejanas a mi discernimiento, quería mantenerlo en el más oscuro de los misterios, según yo, y esto aún lo digo en voz baja, ssshhh, ...según yo, nadie debía saber que yo tenía un diario..., y como es de comprender viviendo en la casa familiar esto es imposible, pues además de que nunca lo dejan escribir a uno, el riesgo de que el cuadernaco este salga a relucir en cualquier momento es constante a cada momento, y obvio, lo peor no es esto, si no que con las hojas salgan a relucir las palabras escritas por uno mismo, con crímenes que uno mismo cometió, seguro tonteras, pero que en la mocedad de los quince, son babosadas terribles y cochinas como que te gusta un chango de la escuela que se llama Eduardo y que anda con una mona que se llama Jessica (muy fea por lo demás), y que además se ha dado cuenta de que te gusta el interfeito (diría Cantinflas), o que tu amiga Linda se fumó un cigarro y que a pesar de los saltos de escapulario de su madre, se anda dando de besos con un morro sí y con otro no, y que en la escuela se dice cada cosa de ella que buuueeeeeennnoo. Por todas estas cosas, mi primer diario terminó siendo el cuaderno de apuntes de los mandados y las hojas que sí estaban escritas, pues creo que me las comí, con tal de que nadien se enterara de estos mis pecados recién escritos, ente otros.

El segundo diario era un cuadernito de esos cursilisisísimos que tienen una cerradura y una llavecita chiquitina, además de un dibujito, azul qué más, de esos estilo Candy Candy ("si te sientes solo recurre a mí, te estaré esperando aquí. Aaaahhh, Marc Anthony, etc.") que puag! Escribí como dos hojas, y luego que me da quesque por escribir poemas, horribles por supuesto, y no de amor afortunadamente, como tenía algo así como 16 o 17 y pertenecía a la escena local del grunge región 4, pues escribía puras cosas darkes, sufridoras, feísimas, rimadísimas, bla bla, y un día que me harté del mundo con hartas cervezas, terminó en el rostro de un tipo (al que aún quiero tiernamente), suceso ante el cual el tipo huyó con despavorimiento, dejando mis cosas regadas no sé dónde (y digo dejó, porque como es de comprenderse yo no estaba en condiciones de saber qué era de mis pertenencias), y pues mis memorias y mis versos más tristes y agusanados de la más oscura noche de mi adolescencia se perdieron, haya Dios a saber dónde.

Luego de esto decidí no más diarios.

"Pa qué si ni los escribo ni tengo nada importante que decir".

Hasta el día en que cierta encuadernadora diseñadora llegó a la oficina a ofrecerme un hermoso cuaderno empastado a mano con cubiertas de cuadritos azules y blancos e interiores de papel cuché, y que sucumbó y que lo compró, y que sigo sin escribir en él, jojo. Lo tengo aquí, junto a mí. La primera entrada tiene fecha de 1 de enero de 2004, 7 de enero de 2004, 29 de diciembre de 2004, 13 de enero de 2005, 22 de noviembre de 2005, 21 de septiembre de 2007, 12 de octubre de 2007 y, finalmente, 5 de noviembre de 2007.

Y de nuevo, me pregunto, ¿es que soy capaz de llevar un diario, bueno de menos semanario? Lo que me preocupa de esto es que me pierda de a poco, es que llegué a un momento de mi vida en que quizá quiera recuperar algún recuerdo, o decirle a mi hijo, "mira, así era yo en esta época", o tal vez que piense en recurrir a la solución que dí a un problema en un momento determinado, que quiera rescatar un estado de ánimo, malo o bueno, triste o maravilloso. Lo que quisiera, dado que una de mis constantes pasiones es la cotidianidad, el transcurrir de los días, los cambios de la mirada que se efectúan día a día, los descalabros minúsculos que conforman las heridas superiores, lo que quisiera es que la vida (quizá deba decir, trabajo) no me absorbiera tanto para poder llevar el regsitro de mis arrugas, de mis cortes de cabello, los efectos que provocan en mí ciertos autores, ciertos hombres, ciertas mujeres, cómo es que cuando tenga 40 o 50 o 60 años voy a recordarme? a recordarme a mí misma, que no cómo van a recordarme los demás porque esto ya sería mucha codicia. En fin, ésta al menos, ésta cucarachitica y tierna angustia del día de hoy, al menos, ya quedó registrada.

Tal vez algún día recuerde que una vez tuve un blog que nadie leía, y en el que alguna madrugada friolenta y de sucesos extravagantes como la de este momento, que entonces yo escribía sobre la zozobra que me da no escribir el regsitro de mis horas. Tal vez ahora sí, tal vez tener un blog no es más que la continuación tecnologizada de este deseo inconcluso, tal vez ahora sí pueda escribir un día sí y otro no... tal vez...

lunes, 23 de junio de 2008

Las manos en el fuego

—¿Usted, amigo, no ha tenido infancia?




David Escobar Galindo, 1969, fragmentos



XV / 2

¡Cómo se crece, en músculos y llamas!
Tú creciste conmigo. Terminaron
los juegos y los niños y la guerra
de jazmines y el duende y los terrosos
pantalones de luz y hasta el sonido
del caracol gigante;
yo me volví visible: me dolieron
los huesos con Leopardi,
y las sienes con Kempis,
y el ser total
con Sartre y Schopenhauer;
yo me volví terrestre, y tú, a medida
que progresaba en mí la duda noble,
entrabas y salías de la casa,
lavabas tus cabellos
con agua de las nubes,
recogías hormigas
debajo del naranjo,
enseñabas a leer a las estrellas
—¡ah profundas, silvestres y veraces!—,
preparabas mi tierno desayuno,
mi periódico, mi aire
de estudiante, mi Rocco y mi Carrara;
y —hoy lo puedo decir— tuviste siempre
la gravedad dulcísima de antaño,
y aquel don de llovizna iluminada,
de criatura obediente,
que exhalaba tu carne,
más allá de las manos y el crepúsculo.

¡Te imagino tan mía
como el silencio blanco de la culpa!
¡Suavemente comienzas a vivir,
y yo vivo a tu modo, persiguiéndote!
¡Nadie, nadie nos oye, estamos solos,
tú y yo, en el universo, despertando
de una tarde lluviosa, sólo unidos
por el juguete aquel y por aquella
sonrisa —¡adentro hay gente!—
que nos hizo distintos,
más humanos, más gráciles, más dioses!

He pensado en nosotros este día.
¡Los antiguos y jóvenes! ¡Nosotros!
Y volé por las calles, con el ansia
de llegar. (El recuerdo es casi un salmo.
¡Vamos a ser radiantes
en su nombre!)

Y te encuentro limpiando la despensa
—¡qué desnudez erguida!—,
y alguien llama, y corremos
al unísono, y nadie, son los niños
—¡tú y yo, tú y yo, tú y yo!—
que juegan a asustar
al vecindario...

XVI

A Ricardo Bogrand

Alguien me dijo, un día:
“—Usted, amigo, ¿no ha tenido infancia?”
Yo respondí: “—¡Quién sabe!”
Y estaba solo entonces,
en la más alta luz de mi ciudad,
con las manos hundidas
en los bolsillos llenos de migajas
y recuerdos y polvo;
fue como la campana entre el follaje,
y empecé a caminar, a oír mi cuerpo,
tropezando con gentes conocidas,
y no sabiendo ya
dónde estaba mi puerta,
mi reposo,
mi calor de habitante,
mi familia,
porque en los faros de los automóviles,
y en la marea de los transeúntes,
y en la flor de una verja solitaria,
y en los ojos de un niño vagabundo,
y en la noche que empieza, y en los pájaros
que duermen en la sien de las estatuas,
y en las alcantarillas, y en los botes
de basura, y encima del silencio,
no oía más que aquella voz levísima,
pero firme y aguda y taladrante:
“—¿Usted, amigo, no ha tenido infancia?”

[...]

¡Que no estaba en las cosas, ni en el aire,
ni en la más alta luz de mi ciudad,
ni en la mueca interior de los prostíbulos,
ni en la flor de una verja solitaria,
ni el acero lúgubre del puente!
Era mi propio yo, el encanecido
de mentir, de esconderse, de aferrarse
a una sola verdad: ¡la de los otros!
Era mi propio yo, brotado al mundo
por la rendija sorda del monólogo,
y hoy hablándome, hablándome,
desde todos los ángulos posibles,
con una voz más honda
que la nostalgia de mis pies autómatas;
con una insospechable limpidez
de conciencia y anhelo.
Lo comprendí tan bien,
con tanta fuerza,
que estuve a punto de besar al árbol
más próximo, en un gesto solidario,
porque nadie cruzaba en ese instante.
Mi corazón se deshacía en lágrimas,
lágrimas de vergüenza por mis años
escondidos en negros recipientes,
como fetos, como algas, como frutas
en conserva, mis años, los del hombre
—¡niño aún, pero erguido en altos huesos!—
que frotaba sus ojos con ceniza,
y jugaba un eterno solitario,
y se reía a solas con los ángeles, y pensaba: “—¡Matad para Esculapio
la sonrisa poética de Sócrates!”
Y era miedo. ¡El más agrio de los miedos!
El miedo a ser, a devenir, a verse
cada día en ajenas liviandades,
igual que en un espejo;
miedo a perder un puesto inexistente,
y a pensar en voz alta
cuando alguien duerme al lado,
miedo a soñar y al sueño de otros seres,
miedo al impulso de la propia vida...
Y bastó esa pregunta para que algo
despertara en el túnel, y se hiciera
la bondad de la luz, y lentamente
llegara la respuesta
—más allá del temblor dubitativo—,
y un anciano extraviado por la noche
me enseñara a gritar pidiendo auxilio.

Sigo ignorando cuál era mi puerta,
mi solidez de témpano envidiable,
mis ritos en la alcoba, mis ventajas
de socio, adulador o prestamista;
simplemente soy esto: ¡Una respuesta!

Una respuesta al día que sucumbe.
Y una respuesta a la naciente sombra.
Y una respuesta al ímpetu del alba.
Y una respuesta a mi indagar perenne:
“—Usted amigo, ¿no ha tenido infancia?”



XVII

[...]

Niños, pequeños árboles,
¡perdonadme este brote de neblina!
Yo he crecido también. Me duele el rostro
de tanto llevar máscaras.
Soy uno de ellos. Vivo
rodeado de mentiras y mandatos.
Voy a los arrecifes, grito al aire,
me intereso en la paz,
cuento mis días,
huyo de los tumultos, y respondo
de mi pulcro semblante;
guardo cosas inútiles, bostezo
frente al sol de septiembre, desenfundo
mi riqueza ante un bosque de curiosos,
temo a la soledad,
me baño al alba,
y camino de espaldas a mí mismo;
pero hay algo, en el fondo,
que no es historia pobre,
sino deseo de encontrar la luz
y guardarla en los sitios más cercanos,
de elevar al candor de la poesía
todo lo que es paisaje, tiempo y acto,
de estar aquí, sentado en un rincón,
agitando la espiga
más bella de los siglos.
¡Por eso hablo, y me atrevo
a despertaros!

¡El hambre de nacer
es fuego vivo!
¡Desnuda la palabra, la proyecta
desde un rostro de pronto inolvidable!
¡Y entonces este cuarto, y esta lucha
de contrarios, y el sol por las rendijas,
y el plumero gimiente como un pájaro,
y el centro de la vida, y lo que pasa,
crecen en mí, con la vital pureza
del sentimiento sin explicaciones!
¡Por eso hablo, y me atrevo
a ser el que habla,
aunque haya muerto ya en algún sentido,
mucho antes de nacer esta mañana!

Después de todo, arrecia la llovizna.
¡Y he perdido en un cruce el impermeable!


XVIII

De mi ventana en el segundo piso
—y a través de un ramaje
de calvicies volubles—,
puedo observar fachadas,
resplandores,
perros,
gentes,
basuras,
automóviles,
¡y esta tarde, por fin,
he visto a un semejante
saciando su veloz necesidad
en un depósito de desperdicios!

Son las cuatro de un día
como todos;
se oyen voces amables, pesos firmes,
delicados murmullos, ajetreos
de autobuses, y aquí, cerca, el tic-tac
de mi reloj —dorado como un fruto—,
ruin tasador
de vida indiferente,
mascarilla de inútil cloroformo,
degollado verdugo, ¡yo de espaldas!
Y esta tarde me siento ante mi máquina
de escribir, forcejeando con la historia
de un ayer interdicto:
¡Qué empresa de mortal,
qué dedos locos,
qué árbol sin limpidez,
qué orilla hambrienta!
¿No habéis oído mi primera estrofa?
¡Ah, es un ruinoso cuerpo
de luciente verdad
casi mentida!
Pero las ratas, las malditas ratas,
se han comido —¡mirad!—
la palabra universo,
y entonces todo pierde su valor,
su importancia,
su garbo.
Y esta tarde me siento inmarcesible
—como recién llegado,
sí, ¡quién sabe!—,
dueño de un breve espacio
sólo mío
donde reina el desorden, donde crecen
las migajas igual que duendecillos,
donde conviven Kempis y Vallejo,
donde hay un cartón blanco en que se lee:
“Dios me ve”, donde pienso en las Cruzadas
con un poco de amor inexplicable;
pronto mi corazón estará viejo
de tanto recordar estrechos días,
mas con una vejez que siempre es hálito
—¡leve espejo incipiente!—,
porque las cosas se hallarán entonces
mucho, mucho más viejas:
¡Esto es por el filósofo que duerme
algunas noches en nuestra cocina!
Aunque se vive a pulso
—en eso acierta—,
¿quién puede responder
cada pregunta?
¿Quién es capaz de dar
fragancia en el siroco?
¿Quién dispone una trampa en donde caigan
los rojos seres de las pesadillas?
¡Nadie, nadie! ¡El amor nos viene a ciegas,
en cosas simples,
casi desechables!
¡Y se vuelve de súbito comprendida belleza!
Pero yo soy aquí el que busca estímulos.
(El que llena el papel
de ojos blindados,
y sueños burbujeantes
como heridas).
Y esta tarde, después de reposar,
y oler las rosas que hoy por la mañana
trajo una buena amiga,
y oír el agua próspera del grifo,
y hacer la diaria gira a los sucesos,
y peinarme el cabello aletargado,
después de hundir la mano en los poemas
de versátil frescura,
me acerco un solo instante a mi ventana,
¡y allí está un hombre, allí,
de carne y hueso,
saciando su veloz necesidad
en un depósito de desperdicios!

¡Y esta tarde es la mía, toda mía!
La del rostro que estalla contra el yunque,
como tensa granada.
La de rezar un salmo por las ratas
que se han comido —en mi labor de ayer—
la palabra universo.
La tarde de mis ojos doloridos,
de mi sabor a cómplice en los labios,
del crespón que protege mis medallas,
del cactus frente a todos los espejos,
de la gota que inunda la bañera
(¡la ciudad, el país, el ancho mundo!),
del musgo repentino en las paredes,
de mi grave regreso a la ventana
—¡segundo piso de un total destierro!—
desde donde se observan ya otra vez
solamente fachadas,
resplandores,
perros,
gentes,
basuras,
cosas muertas.


XIX

Secreta Soledad

[...]

No. No eran ésos. Nunca
fueron mis semejantes. Los oía
callar tras el sopor de sus vajillas,
entre sus perros limpios,
bajo sus hipotéticos hallazgos.
Yo me hallaba muy lejos,
en un rincón de cándida espesura,
sin relojes, ni copas,
ni fiestas de cumpleaños,
deshojando un amor de manos blancas
robadas al insomnio;
respiraba la brisa de noviembre
y el hondo aroma de la tierra viva;
no podía salir
simplemente a las calles
y saludar al hijo del vecino,
y cortar una flor para la Virgen
en el jardín de al lado,
y hundirme en el ayer
—¡secreto y próximo!—
como un niño en las aguas
de la alberca...
¡Yo desgarraba el eco, las entrañas
azules de mis ojos,
la humareda sutil
de los cuentos de hadas,
el escombro del último
pecado de mi padre!
¡Ah intensa guerra mía,
toda mía!
¡La aventura del ángel
por el mundo!
¡La ebriedad de un demonio
inolvidable!
¡Yo me sentía fuerte y derrotado
por el cariño de las limpideces!
¡Yo tenía diez años
y cien siglos a un tiempo,
pues ya necesitaba reconquista,
y aspiraba una ráfaga de lirios,
de granados, de cedros, de horizontes,
y estaba solo,
tercamente solo,
sólo abierto a las húmedas estrellas!

[...]


XX

[...]

De seguro me veis
solitario en las calles,
mudo entre los sonoros
transeúntes,
sordo a la voz que nace
de un mitin veraniego,
desprovisto de furia, de cuchillo,
de corazón sangrante en la solapa,
de motivos voraces,
y pensáis que es inútil
la llama de mis días,
y que el tiempo febril
nada deja en las manos
de quienes no construyen
la conciencia del tiempo.
Sé que sentís un poco
de lástima por mí.
Y eso también me hace aprender
que existo,
que no soy un secreto
paraje de ceniza,
la memoria de un rostro nauseabundo,
o el último ventrílocuo
que teme a los fantasmas.
¡Los fantasmas no emergen:
sólo el hombre,
frágil y elemental, casi telúrico!
¡Yo soy el hombre, el yo que somos todos!
¡Tengo una casa, un árbol, una luz
para las noches de tormenta,
y un pequeño horizonte
de estanque y de vecinos,
desde donde las nubes parecen amigables!
¡Ah y tengo un infinito derecho a desnudar
mi espíritu en la sien de los rincones,
y a callar mientras pulso
mi aventura en el tiempo,
y a estar alerta sólo en el instante
en que pueda gritar con mis propias reservas!
Me explicáis el peligro
de la roca, del musgo;
me advertís que mi frente
comienza a desnudarse de su aroma sencillo,
que en la niebla mis ojos
semejan un metal,
que mis pulmones hablan
idioma de raíces,
que nunca, nunca guardo en mi bodega
huesos de refugiados;
y algo habrá de razón, por eso busco
la forma de deciros
—¡sólo a vosotros, los de sueño grave
y apacible conciencia!—
que también amo el ritmo
de vuestros corazones,
la edad del hombre justo
—que nadie alcanza aún—,
el látigo que arranca
las células manchadas,
la mies que brilla en torno
de las ciudades muertas,
y el claro ventisquero que nos hará perder
las sucias vestiduras.
Amo el viento y el sol y el agua tierna
que se bebe en los campos.
Siento en mí el hondo impulso
de la vida,
aunque a veces me encuentre lleno de soledad,
y camine despacio, como sombra que busca
su asilo en los roquedos.
Amo mi voz, mi frente,
mi iglesia,
mi ciudad,
sus tejados airosos,
la dispersa neblina,
sus calles inconformes,
las gentes que conozco,
sus brotes de sequía
y desconsuelo;
amo el aliento de la claridad,
mi transparente zona de volcanes,
el oscuro recuerdo de luchas sin descanso,
la salobre violencia del que llora de espaldas,
este convencimiento de que se abre
sólo una puerta dulce por otras cien amargas,
lo amo todo en silencio, pero lo amo,
y aunque jamás he estado en una cárcel,
sé que en cada orfandad,
en cada gesto
marchito, en cada nueva experiencia, algo se borra
de la faz que mostramos al aire del otoño,
y algo deja una huella
total en nuestros símbolos.
¡Es el golpe de fuego
de la savia!
¡La mano que revela
calladas cicatrices!
¡El triunfo dolorido
de una voz sobre todos los silencios!

[...]

¡Amigos míos, hombres de la cruz y el venablo,
jamás he estado en una cárcel!
¿Pero podéis decir que no soy otro
de los injustamente condenados?


XXI

Llagado como tú, río del alba,
nervio de la quietud,
mástil de los ancianos pensamientos;
llagado como tú, llagado y simple,
mi cariño recoge
su infancia hecha preguntas
y se va, por la tarde, hasta los bosques
donde perece el leñador
con una llama entre las sienes,
y grandes cuerpos de neblina
se enlazan bajo las estrellas;
alguien llamó a primera hora,
preguntando por ti,
cercano espíritu que ahogo:
no es posible explicar
a cualquiera que has muerto,
o, más bien, que lo harás
en el minuto exacto
en que las aves crecen
hacia un sol gemebundo [...]

Yo me iba a desnudar
mis adversas funciones,
el peso de mi sangre, las orillas
de la acequia, el estiércol del olvido;
y luego regresaba,
sucio por dentro, ¡impávido!,
desenterrado de una niebla pobre,
y todo era en mi cuarto resistencia,
solidez impoluta,
largo espejo punzante,
y ya no estabas tú, porque te oía
quemar la hierba
con tus propias lágrimas;
débil voz de neblina, solo, entero,
parecías morir
en un hueco naciente
y el sonido del sol
—¡qué eterno en cada sombra!—
rasgaba mis papeles, mis espaldas,
mi ajuar de solitario
y de profeta.
¡Viejo espíritu mío, tercamente
te condeno a la nada,
mas a la suave nada del amor
por las cosas vividas!
Levantaré una iglesia en este sitio;
te compraré una lámpara
que amen todos los árboles;
pondré un aviso a los paseantes tristes:
“Amigos, una ráfaga de luz
duerme bajo esta tierra”.
Y yo, tomaré un rumbo,
cualquier rumbo,
¡no importa!;
son tantas las palabras
que esperan una voz,
hay tantos huesos fríos
y sedientos de música,
que no importa cuál rumbo
se tome, siempre, siempre
se llegará al lugar
donde el hombre amanezca
para el hombre...


XXIII

Dejadme ser el alba:
estoy despierto
desde antes de los gallos, afilando
mi frente en al neblina,
recogiendo mendrugos
de la cena de ayer,
poniendo en orden
todo lo que existe
sobre mi corazón en tensas nubes,
y aun con este agudo imperativo
de cantar a la hierba y a los árboles
y al amor de los seres y al orgullo
de estar aquí, en un reino de colinas;
yo fui niño una vez,
completamente;
sentía miedo al aire de la noche,
me comía las uñas
los días de visita, recordaba
pequeños nombres idos:
“Tu, ¡la abeja!,
¡la sierpe!, ¡el quieto Dios!,
¡la cruz de mayo!”;
y sé que había en eso voluntad,
fuego de ser, ausencia
de pecado, aunque al fin los años pasan
y se tiene automóvil y criterio,
voz y voto en las graves disyuntivas,
y un destino que manda
y que abre luces
en las habitaciones de los muertos;
y me encuentro hoy así,
mudo, sin lágrimas,
y clamando con fuerzas infinitas
por mi derecho a la perennidad,
a mi sitio en el alba,
a mi mensaje:
descorriendo la tímida persiana
para integrar un mundo, una distancia
contenida en el suave resplandor
de dos ojos amados,
y en la paz de la huerta y el aliento
de los grillos y el musgo en las baldosas.
¡Soy un hombre cualquiera:
el que perece
de neumonía o muerte o desencanto!
¡El que guarda fresquísimas pasiones,
y dispone su silla ante el crepúsculo,
y se engolfa en Bergson
o acaricia su gato
o sólo existe!
Basta una aldaba, el nombre de una calle,
dos centavos de luz cada mañana,
y el corazón pronuncia
la palabra ¡milagro!;
basta reír con la caída ajena,
y aprender que la edad se hizo para otros,
y que un día los mayas existieron,
para que este universo
—¡el más absurdo!—
vuele como una ráfaga de moscas
y deje el sitio pulcro,
amable, dulce,
donde elevar el índice del tiempo;
yo no sé más: ignoro
qué avidez es la justa,
qué recuerdo es el fértil,
qué pureza es la viva;
tengo diez años de encontrarme aquí,
rondando estos objetos, esta caja
de caudales vacía, este reloj
de oro falso, estas ropas
olorosas a sueño, esta ciudad
en que se ríe a veces y otras muchas
se deja de reír, porque no importa;
conozco a gentes varias, y entre tanto,
no conozco a ninguno: “Así se empieza
—dice uno de los árboles del barrio—:
se empieza por mover las hojas tiernas
y hacer temblar recónditos follajes”;
pero yo cruzo, y luego son las seis
en la torre más alta, y sólo hay sombras
y sonidos y brisa y yo y mi código;
¡qué lejano está Dios,
qué cuesta oírsele!
El domingo pasado,
al encender la radio,
sentí su soledad: alguien hablaba
de viejísimas piedras
y cantares indígenas
y el sol del Sinaí y el sol de América,
y detrás de esa voz, como el murmullo
de un beso inevitable,
se oía un mar: ¡el llanto de la Historia!
Yo pensé: ¡Dulce Dios, quiebra esta sílaba,
rompe esta sucia máquina, proclama
la niñez del consuelo!
Y entonces era tarde para siempre,
y un vecino lloraba en su cumpleaños,
y el pequeño ejemplar
de Kempis en mi mesa
se fue apagando suave, suavemente...

Dejadme ser el alba:
yo, un don nadie.

Dejadme ser el alba:
yo, el que escoge
la difícil conciencia.

Dejadme ser el alba:
¡un hombre vuelve
de su alcoba de otoño!

Dejadme recoger el desperdicio
de la siembra imposible.
Ya estoy en mí —casual o metafísico—
y el roído estupor no me desangra,
porque hace largos días
que habito este lugar,
esta pocilga,
y sé ya quiénes son mujeres fáciles,
y qué extraña pasión está de moda,
y a que precio se compra el desenlace.
Pero yo necesito ser el alba;
necesito cantar cuando otros duerman,
y lanzarles el húmedo periódico
por la rendija de sus vocaciones,
y gritar, con pulmones de lechero,
que este día es el último mañana.

Dejadme ser el alma del silencio.
Dejadme ser el alba: en este instante.
¡Quiero iniciar el siglo, la marea,
con mis pequeños huesos de contrito,
con mi fiebre de bestia inmemorial,
con mis pecados
y mis claridades,
con mis débiles fuerzas infinitas,
con mis hijos ocultos: sobre todo,
con este claro viento en que se enredan
tenaces golondrinas, ¡sursum corda!

Dejadme ser el alba: estoy despierto
desde antes de los gallos; y he escuchado
lo que dijisteis en el sueño: ¡ahora
sé que debo arrancaros con el miedo
de la noche, con furia si es preciso,
el privilegio de la voz abierta!


Durand, Mercedes y David Escobar Galindo, Las manos en el fuego, Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, Dirección de Publicaciones, San Salvador, El Salvador, Col. "Poesía", vol. 25, 1969.