sábado, 11 de octubre de 2008

Cartas de amor

Fernando, Álvaro, Ricardo, Alberto, Bernardo...
para ti, este minúsculo homenaje a tu mirada de animal herido
con voz de fiera embravecida.


Nunca he escrito poemas de amor, me parecen absurdos, me avergüenzan... pero nunca debe decirse que no se necesita un trago de esa corriente... A veces, las menos, sucede... Y casi siempre, alguien ya lo ha dicho mejor y más simple y más enfebrecido y menos tangible.



Todas las cartas de amor son rídiculas.
No serían cartas de amor si no fuesen rídiculas.

También escribía en mi tiempo cartas de amor,
como las demás, rídiculas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser rídiculas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son rídiculas.

La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
son rídiculos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente rídiculos.)


Fernando Pessoa

Resquicios

El gato que atisba entre el polvo
Por el vino y la charla,
por los encuentros insospechados.

A la vejez viruelas... y ahora me da por escribir poemillas de amor...

Despierto
y antes de abrir los ojos
presiento la cálida inicial de tu nombre
en el infinitesimal resquicio
entre mi lengua y mi paladar.

Comienzo el día
como no queriendo,
para ignorar esta señal,
pero al correr de las horas
descubro
entre un pensamiento y otro
entre una cosa por hacer y otra
el atisbo cintilante
de tu mansa mirada.

Llego al medio día
y entre el arrollador aroma de canela
y la cucharada de azúcar,
encuentro ese minúsculo gesto
que haces al beber café:
¡Qué rico!, dices siempre
mientras aspiras de tu taza.

Como con premura
en los minutos que las erratas me permiten
hacemos bromas con los del trabajo
y recuerdo
las sombras de tus manos
al moverse, ajenas,
cuando hablas de lo doloroso que fue tu padre,
de la transparencia de tu madre.

Comienza la tarde
y trato de dejarte, un poco lejos,
trato de olvidarte
pero tu sonrisa está ahí
palpitando como las cuatro de la tarde
esa hora arremansada de la satisfacción y la modorra.

Se oscurece el cielo
y es en este mínimo crepúsculo,
cuando creo que he ganado,
cuando por un segundo
olvido tu nombre, tu mirada, tus manos;
entre toda esta gramática infame
puedo declararme:
—He vencido.

Pero entonces,
es al derrotar tu recuerdo
cuando vuelvo a recordarte
y me preguntó
en qué atrajinada calle andarás;
y sé que charlas con tus amigos
de tus viajes, de tus libros,
y tal vez en medio de todo esto
se filtre el nombre de una mujer a quien amaste
o la turgente cadera de una chica que viste por la calle.

Es así que al llegar la noche
está de nuevo aquí
en la comisura entre mis párpados y mis pupilas,
en el guardapolvo entre mi pecho y mi suspiro,
en el rabillo de las yemas de mis dedos,
en el ángulo entre mi nariz y mi garganta,
en la cornisa detrás de mis rodillas,
el reflejo claro de tu hermosa sonrisa.

Hago los preparativos para el día siguiente
me ajetreo en las domesticidades
del final del día
y voy por la casa riendo con mi hijo
como si no importará
esta necesidad de llamarte,
de saber de ti.

Luego duermo
agotada
y en el entresuelo del sueño
vuelven a aparecer tu rostro y tu voz
de fuerte e inagotable periplo,
y me vuelvo a preguntar
¿qué es esto?
¿es que soy capaz de hacerlo de nuevo?

¿Es que soy un solo
y húmedo testigo de un naciente
y sencillo enamoramiento?

Y así
tan tontamente
vuelvo al nuevo día
con este insoslayable diccionario
de ternuras que no he podido contarte.