viernes, 26 de diciembre de 2008

De zapatos e indignación

Muntazer Al-Zaidi








Puede ser que llegue tarde a la cita de apoyar a este hombre en su minúsculo acto de rebeldía que ha dado la vuelta al mundo, pero más vale tarde que nunca.

Ahora resulta que se amenza a este hombre con condenarlo a siete años de prisión por cometer, lo que los árabes llaman "una de las peores ofensas" contra George WC Bush. Si somos justos, si comparamos todas las atrocidades que Bush ha cometido a lo largo y ancho del mundo, es muy poco, icluso (como es mi más ferviente deseo), aunque le hubiera atinado en la mismísima jeta.

Según el hermano de Muntazer al-Zaidi (el héroe actual, el icono de la resistencia iraquí, etc., etc.,), el periodista ha sido torturado: tiene una mano fracturada, le falta un diente y presenta múltiples contusiones y heridas en el cuerpo; y todo por manifestar su indignación. ¿Y a las bestias que hacen esto quién las juzga? ¿Quién las condena?

Como ya se sabe, Muntazer tenía múltiples causas para hacer explícita su indignación contra Bush: derrocó a Sadam Hussein (que aún cuando fue un régimen que persiguió a la familia del ofensor, él reconoce que tenía el derecho de elegir con autonomía a sus gobernantes, asunto en el cual el gobierno gringo no tenía porque inmiscuirse -aunque las verdaderas causas no se conocen pero se sospechan con mucha certeza-); el ejército comandado por este subIQ (recuérdese que Bush posee un coeficiente intelectual de cerca de 70% del 100% promedio), mantiene una ocupación en Irak desde hace seis años, con las ya conocidas consecuencias: abusos, asesinatos, saqueos, etc., etc.; el ejército yanki asesinó a dos de los hermanos del chiíta, y para finalizar, secuestró a Al-Zaidi en dos ocasiones previas. ¿Estas son pocas causas para el descontento?

Yo más que los zapatos, le hubiese lanzado un pañal de mi hijo repleto de mierda, y hasta sería un halago, porque la caca de mi hijo es inocente y libre de pecados (??, qué beata me puse, y además el nene ya no usa pañal, lástima).
Si el acto de este periodista ha dado la vuelta al mundo y ha recibido apoyo en todas partes, es porque, como declaró un periodista, "Muntazer hizo lo que miles de personas alrededor del mundo desean hacer", lo que es obvio, darle de menos una cucharada de su propio chocolate al mequetrefe este, de menos un golpe bien dado.

Esta entrada sólo tiene como fin manifestar mi apoyo para este periodista, como leí en otra nota "La resistencia es legítima por todos los medios, incluidos los zapatos", o los blogs.

Pide la liberación de Muntazer Al- Zaidi, en la página de Barak Obama
o escribe a Amnistía Internacional, si dejamos que Muntazer Al-Zaidi sea condenado, será como legitimizar el fascismo en el mundo, será como legitimizar la privación al derecho de manifestarnos, al derecho a manifestar nuestra más descarnada indignación.

PD: ¿Quién condenará a Bush por lo mal que la pasaremos en el par de años venideros? ¿Quién dijo yo? Yo: púdrete maldito Bush, tú y toda tu familia de perros parásitos del mundo.

viernes, 12 de diciembre de 2008

¿Dónde te agarró el temblor?

Por el eterno viaje a Ítaca,
te dedico este pequeño espacio,
que también es tuyo,
con el deseo de que nuestra amistad siga siendo bella,
para Odysseus.




¿A poco no? ¡Está igualito!









Ésta es la segunda entrega de las serie de textos que no son míos, y que van acompañados de fotos de las más tiernas infancias de mis queridos amigos. En un principio, se supone que éste fue el texto por el cual me surgió esta idea (como por septiembre, y con motivo del 23 aniversario del famoso terremoto de 1985; de hecho si buscan en este mes, encontrarán una entrada titulada "Despiértame cuando pase el temblor...", que en realidad, fue la respuesta a esta crónica), pero... en vista de que Odysseus se hace mucho del rogar, pues... apenas va llegando.


Me recuerdo frente al televisor sólo con mi típica trusa de algodón 100% y mi camiseta Rimbros al revés (entre otras cosas, para que la etiqueta no me irritara la piel). La mañana en mis recuerdos es particularmente fría, con un cielo gris y repleto de nubes. Aún así permanezco casi inmóvil, sólo el tiritar de mi cuerpecillo sacudido por la baja temperatura, el susto y la desesperanza contagiada, me dejan estar quieto mirando y tratando de entender qué es lo que sucede, por qué el desmadre en casa y por qué el olor de muerte tan intenso, olor aún desconocido para mí a los cinco años.

Recuerdo que las voces, los gritos y el desconsuelo que presencio en la pequeña habitación donde estaba el televisor giraban en torno a mis tíos desaparecidos en las calles del Centro. Por algún extraño manotazo del destino, esa mañana mi padre había descansado y dormido la noche previa en casa con nosotros. Así que la preocupación, que pudo estar enfocada completamente en él y su posible desaparición, sólo estaba con mis tíos. Por esos años los tres se dedicaban al oficio de la "ruleteada". Mi tío El Profe tenía una pesera que iba de Xochi centro a Izazaga; mi tío Bello tenía la misma ruta y su propia combi, La Nena. Me parece que mi apá "postureaba" con uno y con otro. Hacía apenas unos meses que había regresado del gabacho y aún no conseguía un empleo estable. Cosa que con los años ha dejado de recriminarse, pues la experiencia de conducir desde Texas hasta Florida le ha dejado a la larga más que ese empleo tan deseado.

La cosa estaba en que los adultos trataban de ponerse de acuerdo para ver quién se quedaba con los críos (vivíamos juntito a la casa de mi tío El Profe y de mi tía La Gorda); yo era el mayorcito y deseaba hablar y decir: «Yo me encargó». Pero la verdad es que la muerte había pasado por las calles de la ciudad y había echado a su bolsa a miles, sin discriminar, por lo que en mi casa nadie quería quedarse y nadie quería salir. Aunado, estaba el detalle de no contar con teléfono fijo, móvil o algo semejante (esas cosillas con las que ahora hacemos como que nos sorprendemos por su inmediatez).

Sin embargo, recuerdo que en el transcurso del día se supo que El Profe la había librado de manera milagrosa. Creo que él circulaba dirección Izazaga sobre Tlalpan cuando, apenas algunos metros antes de introducirse en el desnivel vehicular llamado 20 de Noviembre, ante sus ojos éste se derribó aplastando cuanto auto se encontraba en su interior. Contaba (porque ya murió, irónicamente en un accidente automovilístico cuando dormía y conducía su ayudante) que un camión de pasajeros había quedado como de un metro de altura, que se oían lamentos, gritos, quejidos, últimas exhalaciones, etcétera.

Mientras agradecía al santo de su devoción, recordó que mi otro tío, Bello, lo había rebasado y que seguro se hallaba debajo del larguísimo puente caído. Por lo que entró en shock de llanto y como loco trató de hallar la manera de introducirse entre los escombros. Su desesperación lo hizo vagar por las calles desoladas e irreconocibles del centro de la ciudad; a su paso, cual héroe bizarro, fue ayudando a cuanto infeliz pudo, contando a pedazos su propia historia y dando aliento a desconocidos que agradecidos le cargaban buenas esperanzas.

En casa, se determinó que mis padres serían los que saldrían a buscar a los tíos, pero de último momento (no recuerdo por qué) sólo fue mi apá quien se adentró en los escombros. Por la tarde, creo, vino a vernos Doña Rosita, una seño que nos prestaba su fon para llamadas de emergencia. Al parecer era uno de los tíos, pero no lo había reconocido. Irma (mi amá) salió corriendo para enterarse, girar instrucciones y de nuevo elaborar una estrategia de comunicación. Con los días, la casa y el fon de Rosita se convirtieron en el cuartel general de mi familia, pues mis tíos y papá se volvieron de pronto rescatistas y camilleros; utilizaron su destreza y sentido de ubicación para recorrer calles, sitios, plazas, mercados y hospitales dando la mano a quien la pedía y haciendo el bien como nunca. Pasaron días enteros durmiendo y viviendo entre cadáveres, olores extrañísimos y preguntándose cómo demonios levantarían la ciudad que les había dado asilo desde que llegaran de su tierra de origen.

Irma cuenta que pasaron muchos meses antes de que se fuera el olor a muerto. De vez en vez, cuando nos reuníamos a platicar, mis tíos platicaban hazañas y dolores, propios y ajenos; su desconsuelo al entrar en el Centro Médico que prácticamente estuvo en el suelo varios años (en 1990, cuando por primera vez fui a consulta ahí, aún se notaban las cuarteaduras de los edificios, los remiendos, las esqueletos metálicos que sostenían las viejas construcciones); y por supuesto, su amargo recuerdo de cómo las calles que los veían pasar diariamente estuvieron a punto de tragarlos.

He olvidado muchas cosas de ese 19 de septiembre. Lo más fresco son mis recuerdos posteriores y los famosos temblorcitos de 1986. Uno de ellos me tomó hospitalizado en La Raza, en un séptimo piso y atado por mangueritas de suero y sangre donada. Afortunadamente, todos son recuerdos agradables, dignos de relatarse, que me enorgullecen, que me estremecen cuando pienso que esa mañana sólo sería, en la historia de mi vida futura, una antesala a lo que el destino me depararía en los meses inmediatos.

Y a ti, como dijera el difuntito Chico Che, ¿dónde te agarró el temblor?*


Odysseus a la Deriva

* Hagamos una aclaración para los lectores NO mexicanos, o para los que de plano son unos fresas y fingen no saber de asuntos del vulgo populi, o para los niñetos emos que ahora tienen como 17 años y no recuerdan nada del México de hace un par de décadas:

Con el título ¿Dónde te agarró el temblor?, Odysseus hace alusión a uno de los más grandes éxitos de Chico Che, un músico tabasqueño de los más famosos en los años setentas y ochentas en México, líder del grupo La Crisis, dedicado sobre todo al género tropical y de infaltable presencia en bodas, quince años y bautizos de aquella época. Su verdadero nombre era Francisco José Hernández Mandujano, y su singular presencia rechoncheta, revestida de overol, anteojos de pasta y peinado de "no me alcanza pa la peluquería" le ganaron la simpatía de las multitudes tibirescas. Entre sus rolas más recordadas pueden contarse: Los nenes con los nenes, Pobrecito mi cigarro, ¿De quén chon?, ¿Quén pompo?, ¿Tons qué mami?, El esdrújulo, No te fijes que soy tímido, y por supuesto la que da nombre a esta entrada. Además hizo carrera en el celuloide nacional con títulos como: Despedida de soltero, Huele a gas, Delincuente y Taco de ojo. Ahora, si mal no recuerdo, por una coincidencia socarrona de la vida, esta canción estaba muy de moda cuando sucedió aquel trágico temblor del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México. [N. de la B. (léase como "nota de la bloggera")]

Píquele aquí pa escuchar a Chico Che:

lunes, 8 de diciembre de 2008

La fiesta del año

Por las charlas entre mates teóricos,
este mínimo homenaje para el Flaco
y sus cuentos que me encantan.

Uno intenta compartir de a poco lo que escribe, lo comparte con amigos: se construyen ciertas filiaciones, aficiones, temas recurrentes. En los últimos meses he recibido diversos textos de distintos amigos y por coincidencia, varios de ellos tienen que ver con la infancia. Uno podría pensar que las cosas que se escriben son extraídas de la más pura ficción, pero con sorpresa, ternura y expectación descubre que también hay fotos. Con sumo respeto y cariño he pedido a estos amigos que me faciliten sus textos, y, esto no estaría completo, si no me facilitasen también las fotos, así que como un homenaje a estos mis amigos, he aquí la primera entrega de esta serie (ignoro cuántas pueda haber, todo depende de las contribuciones). O, ¿a ustedes no les sucede?: uno lee o descubre una obra en la que se menciona al niño que habita en el creador de la misma, y no se preguntan ¿cómo sería de niño? Pues bien, yo he logrado satisfacer un poco mi curiosidad. Ahora, el juego está en que ustedes descubran quiénes son los que escriben; sé que quizá nadie lea esto, y sé que de hacerlo quizá no conozcan a mis amigos, pero eso no importa, las imágenes son inmejorables, están hechas por las corriosas y encordadas manos del tiempo, así que sólo podrán encontrar como firma, la identidad virtual de los escribientes (a menos, claro, que ellos pidan otra cosa).


En la víspera de su cumpleaños, Oscarcito durmió pésimo la noche, inquieto por una ansiedad totémica que le picoteó los nervios como un pertinaz mosquito y le hizo levantar tempranísimo con las ventosidades matutinas de su padre. Hijo único, su madre le embadurnó los cachetes con besos babosos y lo hizo víctima de sucesivas peinadas y despeinadas que procuraban ser mimos de salutación. Luego sus padres se pararon frente a él y lo miraron como hombre. Un hombre que acababa de cumplir ocho años.

Como a esa edad los cumpleaños son días especiales, y mientras su madre le preparaba el desayuno, Oscarcito salió a la vereda con la melena húmeda y una raya tan perfecta que no sólo le daban el aspecto de un ejecutivo de ocho años flamantes, más que respeto a su seriedad infundían sumisión. Parado a la sombra del naranjo contempló el refulgir de la calle de tierra bajo la pesadez opresora del sol de febrero, y sintió en la nuca cómo la humedad de las nueve de la mañana parecía ya la de la siesta. Encandilado por el brillo de las piedras de la calle escuchó el ruido de una bicicleta que pasaba y de ella brotaba el primer saludo externo a la familia: “¡Feliz cumpleaños, Tetona!”, y con el escarnio de saludo de algún infeliz que ni siquiera logró reconocer en la cascada luminosa de la mañana, toda su circunspección aparatosa se desmoronó inerme ante la revelación del vergonzoso secreto de su risueño mote. Del lado de los Britos le llegó una risa atragantada. Don Jimeno, soportando con imprudente estoicismo el peso desalmado del sol sobre su torso descubierto, con sus pectorales fláccidos y macilentos de perra vieja, se le reía con media lengua afuera uniéndose a la burla, señalándolo con un dedo tan tembloroso como el chorro de la manguera que sostenía con la otra mano. Pero el asomar de su lengua no obedecía a una burla párvula, sino a la ausencia de piezas dentales que la contengan y que, de no ser por el único y afilado diente superior que poblaba su boca, hubiese sido total. Estaba parado en el mismo lugar donde quince años atrás, luego de plantar un gomero para que le dé fresco a la casa mientras escuchaba un partido por el Campeonato que San Martín le ganó al Atlético cuando, ya con una edad provectísima, escuchó los rumores aún lejanos de la algarabía de la caravana de hinchas que volvían de la cancha y entró lo más rápido que pudo a ponerse su camiseta de San Martín y regresó acezante a la calle para saludar el paso festivo del campeón, pero la suerte fue tan perniciosa con él que le hizo elevar su mano en un gesto papal a la hinchada de Atlético. Como la hinchada rival no se encegueció de bronca frente a las rayas rojas y blancas que el viejo portaba con enaltecido orgullo, sino que, reconociéndolo senilmente desubicado, en lugar de despacharse con improperios vulgares y sin considerar su confusión intempestiva, se mofaron tan descorazonadamente de él que entró ruborizado y con un nudo en la garganta a su casa, mientras el colectivo cargado de salvajes explotaba en gritos similares a “¡Sácate esa camiseta, la puta que te parió!” o “¡Andá a comer la papa, viejo cagón!”. Regaba, mientras se reía de Oscarcito, el gomero que había plantado quince años atrás y al cual diez años después, increíblemente para su longevidad, e incapacitado durante esos diez años para hablar como una persona madura por tener la lengua en muñón e instado por ello a inventar un idioma propio que pocos entenderían, hacharía por la sola razón de un crecimiento desmesurado de la raíz que levantaba las baldosas del living y del baño provocado por un complejo vitamínico para árboles Made in China, en un día de tanto calor y humedad que, debido al esfuerzo físico, habría de sufrir un infarto que haría caer en medio de la vereda su cuerpo sin vida, tan seca y estrepitosamente como el gomero, instantes antes.


La risa de don Jimeno hizo que Oscarcito se siente a esperar el desayuno ante la televisión con el mismo gordiano gutural del viejo el día del campeonato de San Martín. Embobado con los dibujitos danzarines de la tele que se pegaban mamporros contusos con palos que se desmigajaban en astillas que quedaban regadas por el piso, endulzó tanto el mate cocido que éste se tornó amargo, extraña propiedad de la infusión, y de la cual él se creía descubridor. Ya cerca del mediodía la respiración se le fue haciendo anhelante, la hora de la fiestita se acercaba, había recibido su primer regalo; y doña Beba, su madre, iba y venía por la casa con los preparativos con un arrastrar cansino de chancletas. El almuerzo no tuvo nada de descomunal, salvo el menú elegido por el cumpleañero —costeletas con papas fritas—, y que su padre había cerrado, como todos los años, el taller mecánico para comer con la familia.

El grueso de los preparativos de la fiestita tuvo comienzo a eso de las tres de la tarde, cuatro horas antes de la cita en las tarjetas, cuando una a una fueron llegando las tías, sin distinciones de índole sanguínea materna o paterna para con Oscarcito. Una de ellas llegó con la torta a medio terminar —sólo le faltaba el decorado—, que de tanto esperar el colectivo, el dulce de leche se chorreaba como helado por los costados; otra se había comprometido a comprar el cotillón y llegó a la casa hecha un ciruja, arrastrando siete cuadras dos bolsas de arpillera, una llena de pitos y maracas y caretas y sombreros, y la otra, no tan abotargada, contenía los globos, la piñata y el papel picado, una bolsa de caramelos y todos los menesteres para las bolsas de sorpresitas; otra llegó convaleciente y cerca del desmayo por el esfuerzo de llevar una olla portentosa con ensalada de frutas a pie porque su hijo había salido en el auto con la novia; otra llegó con un cargamento de sánguches y frituras que sólo se comen en los cumpleaños, como esas albóndigas en miniatura con cebolla que tanto gustan. A las demás tías que fueron, las que nomás criticaban, chismoseaban, estorbaban, o simplemente habían ido a airearse las axilas mal afeitadas del sopor de la siesta con el ventilador, se les comisionó militarmente tareas productivas a los fines prácticos de la fiesta. A las más viejita, la tía Chona, se le encargó la humilde aunque digna tarea de cebar el mate; pero era una penuria cuando el mate Recuerdo de La Falda le tocaba a la tía Blanca, la de las bolsas de arpillera, porque suspendía los repulgos de las empanadas, lo tomaba de una única chupada animal, y comenzaba a blandir el mate en el aire largo rato como si tratase de acuchillar a alguien con la bombilla al hablar. Las otras, de mal talante, inflaron tantos globos que durante la fiesta estaban casi sordas, y millones de alfileres invisibles les pinchaban la garganta, transformándoles la voz en graznidos de pato.

Sin primos de su edad para jugar, Oscarcito cedió con facilidad al tedio del aburrimiento, mas las mujeres mantuvieron una actitud pétrea cuando se les acercó a bichar cómo marchaba todo. Vislumbrando un hastío interminable se marchó al patio. Allí comenzó a imaginar su torta con un decorado que ineludiblemente debía quedar en los anales de los cumpleaños memorables, a la que se recordaría por varios años en los recreos escolares. Seguramente sería un auto de carrera azul, con ruedas de chocolate, una cereza enorme a modo de casco por la cual todos los niños reñirían por comer, pero no: él, por ser dueño del cumpleaños, gozaría de la prerrogativa. O mejor podría ser una locomotora, o la cara de un ratón o la de Papá Pitufo.

El primero de los invitados llegó cinco minutos antes de la hora citada, cuando ya Oscarcito no contenía las ansias y lucía encantador con su ropa nueva y el cabello brillante de Lord Cheseline. Estaba mirando el Chavo del 8 con las piernas colgando de la silla cuando el timbre sonó. Entre los regalos más llamativos que recibió había una pistola como traída del futuro que arrojaba pequeños discos coloridos, pero era un fiasco porque si los discos eran arrojados con la mano llegaban más lejos que con el disparador de la pistola; un set de cubos de construcción didáctica acompañado de un folleto de modelos prediseñados para copiar, pero la cantidad de cubitos era tan exigua que apenas si alcanzaban para la mitad del diseño más simple; un juego profesional de pesca de jamás supo quién; y un mono de peluche que tocaba graciosamente los platillos, regalo anacrónico en su plenitud. Entre los regalos que le causaron desilusión había pelotas plásticas que no resistirían la primera patada y se destrozarían en flecos; un mazo de naipes de motos que no servía para jugar ningún juego, sino para comparar las virtudes entre ellas; un arco y flechas sin blanco; y los siempre despreciables pares de medias blancas que nadie valora como regalo en la niñez.

Cuando se calculó que la mayoría de los invitados había llegado ya, y sin haberles dado la orden aún de atacar la mesa servida, se llevó ceremoniosamente la torta a una punta del tablón. Oscarcito estaba cerca de la otra, charlando con unas compañeritas de escuela que no veía desde la finalización de las clases, en noviembre. De repente, se quedó embelesado como ante la visión de un Pegaso; pero se trataba de algo más revelador: la espalda monumental de los 120 kilos embutidos en el vestido a lunares de la tía Braulia, la piel chorreante sobre los codos de los brazos que cargaban la torta. Caminó abúlico tras el bamboleante cuerpo paquidérmico, fantaseando con un decorado onírico que sonrojaría a la Dama de Elche y denigraría a la categoría de mamarracho el Moisés de Miguel Ángel. Disolvió con violencia el tumulto de niños que se arremolinaba alrededor de la obra maestra de la repostería. Se acercó y descubrió que era lo mismo de todos los cumpleaños: una reproducción aovada de una cancha de fútbol, por sectores el césped verde, por otros amarillo y hasta celeste; arcos diminutos que apenas daban en la cintura al arquerito; la pelota como algo enorme que llegaba a la rodilla en el centro, monstruosa, que quebraría los huesos de los jugadores si alguno se animaba a patearla; siete tipitos de River de un lado y seis de Boca del otro; otra vez lo mismo, y en cada fiestita se perdía alguno de esos muñequitos futbolistas, la esperanza de que en un par de años se hayan extraviado todas las piezas de la ornamentación, tan gorditos, para nada atléticos, las manos en la cintura en una pose entre cansada y canchera, el cabello tan negro y prolijo como el de Oscarcito; lo abstruso de un número ocho ingente y una vela altísima en medio del campo de River.

Los engranajes se movían aceitados. Algunos niños bailaban en el centro del patio, bajo una hilera de banderines unidos por un piolín; los cuales, por tener cada uno pintado una letra, formaban la frase “FELIZ CUMPLEANOS OSCARCITO”. La “Ñ” jamás existió porque el cotillón era importado. Las parejitas se divertían mucho, se reían, hacían un trencito o un túnel con las manos e iban pasando por él; bailaban sin eutrapelia las canciones del eterno Carlitos Balá o las de Johnny Tolengo, el majestuoso. Las viejas apartaron las macetas con begonias y los tiestos con helechos y se sentaron a hacer palmas, devorando como langostas las empanadas y los sánguches de miga, dejando disponible un lugarcito para las pizzas que se horneaban. Unos niños ignoraban la orden de no arrojar comida a la pequeña alberca con mojarras —aunque las mojarritas no eran los únicos animales que sufrían: encerrado, en una pieza, el pobre Tobi se había agotado de ladrar—; otros niños, más obedientes, se mostraban los juguetes encontrados en las bolsitas de sorpresas, conversaban con madurez acerca de las vacaciones y de sus ganas que comience por fin el ciclo escolar. Don Jimeno, con su nieto sentado en sus rodillas, rezumaba curiosidad por el divertimento de los vecinos. Pronto se cantó el Cumpleaños Feliz, claro, se hacía de noche, Oscarcito sopló la vela, se sacaron fotos haciéndose cuernos con los dedos mas prefirieron no cortar la torta. Pero nadie podía dejar de mirar los colores de la piñata: seductora manzana del Edén sobre la pista de baile. Los niños comenzaron a verse cansados al rato, pobres ángeles, la habían pasado tan lindo, que las viejas decidieron darles con el gusto y pinchar la piñata. Se apretujaron como pollitos y una de las tías, con un palo de escoba con un alfiler en la punta, reventó la piñata sobre las cabezas de los chiquilines, que quedaron canosos de tanto talco y salpicados los rostros de papel picado. Se tiraron de panza a un piso enjabonado de imaginación, acaballaron inocuamente a los primeros que se arrojaron, bregaron por llenarse los bolsillos con caramelos Sugus; trataban con despotismo de acaparar todo lo caído al piso, los silbatos, los soldaditos, algunos llaveros de Clemente, los muñecos de Hijitus o Martín Karadagián. De repente uno de los niños descubrió, oculto entre el confeti, un juguete salido de la piñata que era único entre los desparramados: una rana plástica azul que si se le presionaba el culo y se lo soltaba hacía una maroma deliciosa y volvía a caer, apercibida para otra pirueta. Estiró su mano para apropiarse, pero un zapato charolado se la pisó. Tensando los músculos del cuello con susto y dolor levantó la vista; el dueño del pie lo miraba impávido, dispuesto a hacerse de la rana. Se agachó, casi sin flexionar las rodillas ni liberar la mano del otro niño cuando desde atrás lo embistieron a la altura de las nalgas. El que pisaba la mano fue, a los resbalones y cercano a caerse, a chocar con su cabeza en la panza de una de las señoras sentadas al costado, quien perdió el equilibrio y cayó sobre los tiestos de helechos, salpicando tierra a las otras viejas. El que había empujado ya estaba atado a las trompadas con el pisado y los demás chicos se iban sumando a la golpiza ciega por ganar la rana, ignorantes de la algaraza desesperada de las tías. La curiosidad le picó de una manera insoportable en las orejas a don Jimeno, así que acercó un cajón podrido de manzanas a la tapia, le pidió a su nieto que lo sostenga y se trepó a husmear, acodado sobre los ásperos bloques. Enloquecido por el vocerío sin control, el pobre Tobi escapó ríspido por una ventana y salió al patio. La tía Chona, con el trajín de sus noventa y dos años, fue la única que tuvo despabilada la mente como para ir a desarmar la bola de manos, pies, uñas y dientes que iba y venía por el patio contagiando furia; en eso el Tobi, ebrio e iracundo y en un ataque de demencia, se le prendió a la pierna varicosa de la vieja con una excitación gerontofílica imposible de contener. La tía Chona quedó soltando patadas al aire para librarse del lúbrico frenesí del perro. En el límite de la extenuación, don Jimeno, sacando su lengua, se reía señalando a la tía Chona. La tía Braulia se paró obcecada con su porte inhibidor dispuesta a acabar con la gresca, y con un manotazo azaroso agarró a un chiquillo de la oreja. La turbamulta enceguecida interpretó que esa bestial mujer quería llevarse el premio, y se le fueron encima como hormigas hambrientas. La horda le descargó tanto encono que la gorda salió zigzagueando con la cara arañada y tropezó con la pileta de las mojarras, cayendo de cabeza. Oscarcito y sus amigos, ya aliados, agarraron de los pelos a las otras viejas para evitar otro ataque, defendiéndose ellas a cachetadas limpias de los endiablados trasgos. La tía Braulia tragaba el agua verdosa intentando gritar, sintiendo el roce aterciopelado del musgo en el rostro, procurado asirse de algo firme que le permita poner a flote la cara y respirar, mientras sus velludas y gordas piernas se movían como tijeras en el aire. El nieto de don Jimeno lo sostenía por el trasero, las maderas podridas del cajón doblándose conminativas; y, cuando la risa de don Britos se tornó tan espasmódica al ver los calzones de la tía Braulia que pataleaba descarriada por no ahogarse, y que de tanto esfuerzo terminó por cagarse encima, las maderas cedieron y don Jimeno se vino abajo, chocando su mandíbula con el borde de la tapia. En la caída, Jimeno Britos se perforó tan fiero la lengua con su único diente que los doctores tuvieron que practicarle una ablación. Ese fue el accidente que habría de dejarlo casi mudo hasta el día de su muerte, diez años después. La fiesta era un pandemonio. La tía Braulia se había cagado encima intentando no ahogarse en una piletita de dos por dos con cincuenta centímetros de agua; don Jimeno con la lengua incrustada en su único diente; un perro extático le eyaculaba la pierna a la tía Chona; las otras viejas, llenas de tierra de los tiestos, pugnaban por sacarse de encima los niños alocados que las rasguñaban sin piedad. En la punta de la mesa la torta había quedado intacta. Desde allí los muñecos contemplaban el show, orgullosos de sus vientres abultados, con sus cabellos engominados; todos en esa pose tan sobria, tan tanguera.

Flacobain Buendía.