martes, 11 de mayo de 2010

De poetas y freelancers, parte tú

The favourite poet (1888), de sir Lawrence Alma-Tadema,
esta visión romantiquisíma y hermosa


Ah, pues que íbamos a hablar de los poetas, ¡qué güeva! Lo cierto es que ya me había dado flojera escribir esto, pero siempre digo que habrá una segunda parte que nunca escribo, y pensé que ahora sí tenía que cumplirles, no se vaya diciendo por ahí que no soy cumplidora, ¡í’iñor!

(Antes de seguir leyendo le aclaro que aquí dejaremos de lado la definición etimológica de poesía, que proviene de poiesis, y etcétera, recuerde que éste no es un bló culterano, no me interesa aquí hablar de la creación entera, no tengo la capacidad ni el espacio suficientes, y no, tampoco soy diosa, aunque quisiera... Hablaremos aquí de los escribanos, los locales y quizá los que conozco, y también de los que no conozco, pus qué.)

Pues bien, ser poeta, pues no sé qué es, sólo sé que viene con las hormonas probablemente (como diría Guillermo: “Eso son ganas de coger”), como a eso de los 17 o antes si usted es más bien precoz y si en su casa le enseñaron y le pusieron libros a la mano. Aunque cuando se superan las ganas de coger (en algunos casos, claro). Vienen las ganas de publicar y ser famoso en la mayoría de los entes (de los entes que escriben, digo), y peor aún, las ganas de ser en serio poeta, chanfle.

Pero, ¿qué es ser poeta?... de veras, ¿qué es ser poeta?

Pues según yo, ser poeta tiene que ver, antes que escribir, con tener una hípersensibilidad ante los estímulos mundanos y los internos; tener corazón hervido de pollo; tener lágrima fácil (manque uno se las aguante) y corazón de unidad habitacional (los condominios no son suficientes para las cosas que habitan el corazón de un poeta); tiene que ver con enamorarse de la vida y de la muerte; de los seres humanos: los hermosos y los nauseabundos, los honestos y los pérfidos; tiene que ver con tener los ojos grandes y siempre abiertos (o cerrados, depende de dónde se mire) para contemplar los detalles y la inmensidad de los lugares por los que se posa la pata; con tener las manos largas, tentonas (a mí me han corrido algunas veces de algunos museos porque me gusta tentar cosas y personas, y...), delicadas y violentas; con tener la oreja dispuesta a que en ella aniden los más terribles colores y sustancias, a que se queden ahí guardadas las más terribles combinaciones sonoras; con tener olfato de abeja y gusto de gourmet aunque sea para comer tacos afuera del metro y detectar el Scherichia coli, por no hablar de los besos y otras cosas viscosas; en fin, tiene que ver con flotar en medio de la realidad y ser capaz de apresar muchos de los detalles que ésta nos da día a día (que quede claro que esto es lo que yo creo, para más aclaraciones, busque en la columna derecha de este blog, la cita a Diane Wakoski).

Luego ya viene lo de la escribidera y eso ya es distinto, para mí un poeta (y yo aún no soy de esos y tal vez nunca lo seré), un gran poeta es aquel que puede hacerte sentir su emoción a través del tiempo, la lengua y el espacio, no importa qué diga, cuándo, cómo, por qué o para qué, o en qué idioma, si lo escribió y ha logrado tocar tu conciencia, ése es un gran poeta. No importa qué haya dicho, ni qué palabras haya utilizado, si lo escribió y cuando lo lees tienes la absoluta certeza de que no hay mejor forma de decir lo que está ahí escrito, y si más aún, te saca lágrimas o sangre y lo llevas por el resto de la vida marcado como una muesca de batalla en la piel, ése es un gran poeta, pero, y aquí viene el gran

PERO

resulta que ahora todo el mundo se cree poeta. ¿Y esto por qué pasa?

Pues pasa porque en un pueblo inundado de ignorancia, en una sociedad básicamente analfabeta, vulgar e insensibilizada como la nuestra, a cualquier barbón se le hincan (como en la primera parte, “cualquiera que tenga un lápiz en la mano, puede ser corrector”), con cualquier charanda se embriagan.

Pasa porque hay un sinfín de becas y bequitas, de premiecitos y premiesotes que tienen como única finalidad agarrar de los güevos a quienes escriben para que no escriban lo que ellos en verdad quieren escribir. O para que quienes se creen rebeldes estén inmiscuidos en cualquier cosa antes que en la rebeldía, no vaya siendo que... O tal vez no. Porque quizá tampoco tengan grandes cosas que escribir. Igual pasa en los grandes sistemas de investigadores, eh. Me pueden llamar paranoica si quieren, pero yo creo que arriba, más arriba de donde mis ojos alcanzan a ver, hay un plan siniestro, que tiene que ver con mantenernos a raya a todos, y ni cuenta nos damos de cómo, o nos acomodamos y que se chinguen otros.

Yo digo esto, porque también conozco a varios, por no decir muchos, que escriben con la única finalidad de no tener nunca que trabajar, lo cual, no está mal (quizá yo escriba esto nomás de pura envidia roñosa, porque yo sí trabajo), pero que a la hora de la hora, terminan presentándose a su última tutoría del Fonca con la misma pinche cuartilla (sí leyó bien, “cuartilla”, una, una solita, o bueno, cinco, pero eso no es un libro ¿verdad?), que escribieron al inicio del año, y todo por qué, porque hubo una mano peluda de por medio que les otorgó la prebenda. No digo que estén mal las prebendas, si se tienen que se aprovechen, está bien el encaje pero ¿así de ancho? ¿Y entonces que hay de los intelectuales que critican al poder? Jaja, pues esos creo que ya no existen, al menos no son conocidos ni publicables ni publicados. Porque a estos mismos yo también los he visto quejándose del gobierno y del “sistema” en el que vivimos, pero no se puede criticar si de ahí se come, no se puede tratar de componer el país si uno es un mantenido de los contribuyentes...

Se arman encuentros, lecturas, centros culturales, en donde las actividades poéticas tienen que ver con reunir grupies para los poetas (grupies que creen que un escritor municipalido puede ser comparado con Raymond Carver, ¡imagínese!), decirle al de al lado, «“maestro” que buenas cosas escribes», pedirle autógrafos, chaquetearse mientras el o la poeta lee sus malos textículos, acercársele, tocar su sagrado manto, o mirar el airoso caer de sus pestañas, y pensar que uno ya está inserto en la cultura nacional, y ¡ppfff! ¿de veras esto es la cultura nacional? ¿Qué tiene que ver todo esto con ser poeta?

Hay una gran falta de autocrítica en la literatura actual, sobre todo en la poesía. ¿Por qué en la poesía? Pues porque es el género en el que es más complicado y subjetivo decidir qué es bueno y qué no lo es. Sin embargo, ser poeta según yo, no tiene que ver con nada de todo esto. Ser poeta es como cualquier trabajo, hay que machetearle, hay que hacer la mezcla, pegar los adobes, derrumbar la maldita barda que quedó torcida, volverla a levantar. Que salgan ampollas y callos en las manos, o en donde tengan que salir, ¡chingao! Ser poeta es un entrenamiento diario que debe hacerse consuetudinario.

(Pasa lo mismo que en la entrada anterior, así como se creen editores personas que han visto y tocado tres libros en su vida; también se creen poetas, entes que en su existencia nunca se han tomado la molestia de trabajar para ello, o que trabajan en cantinas, en hoteles, o en algunos cruceros boleando zapatos, etcétera.)

Así es la vida y el mundo y yo no voy a cambiarlos. ¿Qué yo que hago? ¿Qué por qué me doy el derecho de escribir esto? Nomás porque quiero, nomás porque yo sí tengo respeto por estas dos cosas que hago en mi vida y sin las cuales mi existencia no tendría razón: editar y escribir. Y todo este alegato me llevó a recordar el texto que cito enseguida, sobre el trabajo del poeta. Ahí se los dejo...


Manifiesto: pan en contra del reloj de Mozart (1964)
Lew Welch

Yo no creo que haya una guerra entre los hipsters [golpeados, vagos, aventureros] y los squares [cuadrados, conformistas], y si la hay, yo no participo en ella. Soy un poeta. Mi trabajo consiste en escribir poemas que leo a gritos, publico y estudio. Aprendo el modo de convertirme en una clase de humano que tiene algo de valor que decir. Éste es un gran trabajo.

Naturalmente, me muero de hambre hasta perecer. ¿Naturalmente? No, amigo, eso no tiene sentido.

(“Mira, muchacho, si quieres pagar tus deudas tienes que salir en busca de un trabajo”.)

Yo tengo trabajo. Soy poeta. ¿Por qué tengo que hacer también el trabajo de otro? ¿Quieren que sea carpintero? Soy un pésimo carpintero. ¿Alguien le pide a un carpintero que escriba mis poemas?

Aunque de pronto estoy trabajando 20 horas diarias en un barco pesquero (es un bello trabajo y tiene su gracia, pero ése es otro cuento, por qué no gano el dinero suficiente en esa labor, ese es otro cuento). Y luego me doy cuenta de que no he escrito un poema en ocho meses. Estoy muy cansado. Todavía no puedo pagar mis deudas, 125 dólares al mes en San Francisco; la frugalidad es uno de los trucos de la ocupación del poeta.

Mientras tanto, los editores (“Lo siento, no hay dinero para los poetas”) imprimen mis poemas —muchas veces leo mi poesía en público (todo es beneficioso, pero no tengo pan para comer) etcétera, etcétera, etcétera.

Me arruino. Mi cerebro, literalmente, mordisquea bajo la extrañeza de ser poeta con éxito en tanto que ÉSE ES MI TRABAJO (todos están de acuerdo en que es un oficio bueno y noble y todo eso) repudiado.

NÓTESE, POR FAVOR, que nada de lo dicho tiene que ver con la generación beat, con Estados Unidos, ni con los hipsters ni conformistas —es algo tan antiguo como Mozart. Esta contradicción yo la veo así: pan en contra del reloj de Mozart (“no le paguen a ese tipo, sería muy vulgar plantearse que su trabajo es inapreciable. Mejor regálenle un reloj. Pero asegúrense de grabar un mensaje en el reloj, para que el tipo ese no vaya a empeñarlo”).

Como dije, estoy arruinado. Me fui a vivir al bosque durante casi dos años. Viví en una choza ubicada a 740 kilómetros al norte de San Francisco. Ahí trabajé. Bebí agua de un manantial. La choza está cerca del río Salmón. No tuve deudas ni billetes. Bajo el amparo de aquel hogar.

En noviembre volví a San Francisco, casi sano. Llegué con muchos poemas y algunas respuestas nuevas. En el bosque aprendí muchísimas cosas, y una de las más extrañas es ésta: los apuros que pasa el poeta (la contradicción entre Mozart y el reloj) se deben en parte a nuestros errores. MILES DE PERSONAS APRECIAN REALMENTE NUESTRO VALOR Y NUESTRO TRABAJO. SON PERSONAS QUE QUIEREN AYUDARNOS —¡PERO NO SABEN CÓMO!

Si somos tan cabronamente creativos, tendremos la posibilidad de resolver este problema, sobre todo por la gente que está de nuestro lado. Pues este problema no es sólo de los poetas. Es incluso, el mismo problema para establecer una ruta en panga. ¡Me niego a creer que un país rico no tenga medios para establecer una ruta en panga!

Estoy a favor de la Belleza y del Gozo y del Amor y de la Verdad, en todas sus formas. Soy poeta. Me percato, finalmente, de que parte de mi labor consiste en demostrar que podemos tener medios para sostener la poesía y las rutas en panga y el buen jazz vivo y los grupos de danza y muchachas en charolas de pescados* —¿y cómo podríamos vivir sin estas cosas? Sin estas cosas, la ciudad sólo sería un Enorme Mercado, vulgar, horrendo y peligroso— sin interés ni gozo, sin señales para nadie.

Por principio, debo resolver mis necesidades materiales. Sin causarle ningún tipo de molestia a mi comunidad; sin pedir limosna ni atacar a nadie. Debo pagar todas mis deudas y dedicarme a mi verdadero trabajo, que es el de poeta.

Sólo entonces podré atender otros problemas para resolverlos —y de nuevo, digo que sin causar molestias, sin mendigar, sin ataques. Sablear al prójimo en las cruzadas de caridad es algo que está fuera de lugar.

El próximo sábado 12 de junio, a las 20:30 horas, en el auditorio Old Longshoremen, en la avenida Golden Gate 150, conocerán más sobre esta polémica —donde Gary Snider, Philip Whalen y yo leeremos nuestros nuevos poemas.**

¡Vengan a ver cómo aparecen las visiones utópicas frente a sus ojos!

¡Poemas! ¡Regocijos! Como dijo George Herms, poeta-escultor: “¡Dios dice que sí se puede, Luisa!”

Y todo al módico precio de un dólar.

* “Muchacha en charola de pescado” era un espectáculo ilusionista que se presentaba en la cabaret Bimbos 356, en San Francisco, durante la década de 1960. (N. del t.)

Dolfina
Según averigüe, la muchacha en charola de pescado, salía más o menos así (como en la imagen de arriba) al escenario, y luego, terminó por hacerse la imagen del Bimbos, así que se imprimía, en los artículos promocionales del mencionado tugurio. ¡Me encantó! (N. de la que escribe aquí.)
** Lew Welch leyó este manifiesto por la radio, en San Francisco, para invitar a la mesa redonda titulada “Pan y poesía”, con lecturas de poemas de los beats mencionados. (N. del t.)

Anaya, José Vicente (comp. y trad.), Los poetas que cayeron del cielo. La generación beat comentada y en su propia voz, segunda edición, México: Casa Juan Pablos, 2001, p. 267-269.

Notas
1. A diferencia de Lew, yo sí fui carpintera, así que también de eso puedo hablar.
2. Sí, me dan envidia las becas, jaja, pero tantito nomás, porque así yo puedo escribir lo que quiero escribir, cuando yo quiero escribirlo (como también dice en la columna de la derecha, desconfío de los grupos).
3. Decidí ser editora, porque en efecto, de poeta uno se masca la suela de los zapatos. Y me gusta comer.
4. Sí, trabajar deja poco tiempo para escribir, por eso es que escribo con tanto despecho de quienes tienen becas y premios, jojo. No, también hay gente que respeto y admiro en todo esto, no es una generalización. Que quede claro que no estoy en contra de los métodos con los cuáles se obtienen becas y premios, "en la guerra y en el amor, todo se vale", no importa de que amor hablemos; lo que me saca de quicio, es que el cinismo sea tan grande que los beneficios de verdad se obtengan por no hacer nada...
5. Sí, en efecto, si me dieran una beca o un premio, lo disfrutaría. Como dije arriba la crítica es a quienes obtienen todo de gratis, como “elmejoreditordelmundo” y “elemejoreditorconbuenojo”.