viernes, 11 de septiembre de 2015

Manuscrito de zurcido invisible


Rulfo, Juan (comp.), Retales, Víctor Jiménez, Alberto Vital, Sonia Peña (eds.), México: Editorial Terracota, col. La escritura invisible, núm. 1, 2008, pp. 126. 


Es muy conocida la fórmula de consagrados escritores, de que el primer paso para poder escribir es leer. Leer ávidamente, con ambos ojos, con todos los ojos. Leer como se mastica, como si las palabras fuesen a extinguirse. Y para muestra, 17 retales.
            Retales son los pedazos de tela o de cuero que sobran luego de una labor manual. Retales son los 17 fragmentos de obras diversas hilvanados por Juan Rulfo y publicados en aquella legendaria revista dirigida por Edmundo Valadés, titulada El Cuento. Revista de Imaginación.
Narra Alberto Vital en la “Introducción” de esta breve obra, que Rulfo entregó estos fragmentos desde mayo de 1964 y hasta noviembre de 1966. Dicha columna sólo tenía como propósito hacer llegar a manos de los lectores las hermosas recomendaciones seleccionadas por uno experimentado como era el sayulense. Sin embargo, para Rulfo, los retales no eran desperdicio, “sobrante”; antes, eran pequeñas muestras bordadas con minuciosidad, como aquellos coloridos retazos con que las abuelas solían coser tibias y arropadoras colchas. En el mismo texto introductorio se cita:

—Yo escribo por afición, no soy un profesional. Leo, eso sí; soy un profesional de la lectura, me interesa mucho la lectura. Y […] no es por modestia, pero quizás hay pocos autores que leen como yo, a veces leo dos libros por noche… amanezco leyendo, soy un vicioso de la lectura.

            Quizá debido a ese vicio de experimentado lector, es que en algunos fragmentos Rulfo se atreve a meter la mano, ya sea para modificar, mejorar o dar luz sobre los pasajes que cita, como bien descubrieron luego de un detallado cotejo los editores (Jiménez, Vital, Peña), que se dieron a la tarea de indagar los títulos y las ediciones precisos de dónde provienen estos girones de entrenado gusto literario.
El libro está dividido en tres apartados, el primero dedicado a la presentación y a la introducción; el segundo, a los propios retales, y el tercero, a las “Noticias” sobre los mismos, en las que aparecen los datos verificados y encontrados por los editores en la biblioteca de Rulfo, con casi diez mil volúmenes.
            Más que recortes, quizá se inaugura con estos pedacitos de palabras un nuevo género literario que ayude a verificar las pistas que conducen a la grandeza literaria. Léalos con placer, que a Rulfo le hubiese gustado saber que por apenas instantes, uno miraba con sus propios ojos y zurcía con el mismo dedal. Sirvan estos retales, para traicionar a las polillas.


Retales [6][1]
Selección de Juan Rulfo
Por Gregor von Rezzori

[…] Un hombre sale tambaléandose de la barahúnda ensordecedora de un antro a la incierta luz del amanecer.
            En la arriesgada e imprecisa seguridad de sus movimientos —la mortalmente seria pirueta del payaso— se advierte al bebedor habitual.
            En su vacilante cerebro excitado se entremezclan los gritos de taberna, discusiones filosóficas, orgullo, humildad, citas, obscenidades, odio, soledad, credulidad, pureza, desesperación: no conoce el camino de su casa. Y marcha como un sonámbulo hasta el siguiente cruce de calles, por el que pasan los rieles del tranvía: dos serpientes de brillo apagado.
            Allí, a tientas, con la cabeza erguida como un ciego, mete el bastón en el carril y se deja guiar como asido a una pértiga. […]
            El hombre no sabe nada de la realidad de la ciudad. Ni nota que la ciudad se despierta, […] No ve los carros entoldados de los panaderos salir dando tumbos de las oscuras calles laterales. No percibe el olor cálido, pesado, del pan recién cocido, no oye el traqueteo de los carros de los campesinos que en pacientes filas se dirigen al mercado, ni el resonar de las herraduras de sus flacos caballos, venidos de la llanura a las grandes y tristes calles. No sabe nada de las risas de los últimos noctámbulos con que se cruza, ni de la inútil llamada del policía que no lo conoce, ni de las sombras que se desprenden de los porches negros de las casas y marchan a lo largo de las calles hacia metas desconocidas; no sabe nada del cielo sulfuroso que se despliega por encima de las copas de los árboles, como un cielo del día del Juicio; ni tampoco del chirriar desafinado del primer tranvía que sale de la curva de su terminal y enfila recta, viniendo a su encuentro. Ningún hombre hace otra cosa que marchar a su encuentro con la muerte.
            No oye tampoco el grito lastimero y nostálgico de los trenes a lo lejos, al abandonar la ciudad para lanzarse, solos, en el país perdido, hacia una realidad diferente, solitaria y magnífica en sí misma, remota y nostálgica.
            Porque todos —los hombres y las ciudades— están perdidos en su soledad.




[1]  El Cuento. Revista de Imaginación, año 1, tomo I, número 6, octubre de 1964, p. 15. El compilador lo extrajo de El húsar de Chernopol, traducción de Carmen Castañeda, Barcelona, Seix Barral, 1960, pp. 9-10. La edición utilizada para el cotejo se encuentra en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México.