Rulfo, Juan
(comp.), Retales, Víctor Jiménez,
Alberto Vital, Sonia Peña (eds.), México: Editorial Terracota, col. La
escritura invisible, núm. 1, 2008, pp. 126.
Es muy conocida la
fórmula de consagrados escritores, de que el primer paso para poder escribir es
leer. Leer ávidamente, con ambos ojos, con todos los ojos. Leer como se
mastica, como si las palabras fuesen a extinguirse. Y para muestra, 17 retales.
Retales son los pedazos de tela o de cuero que sobran
luego de una labor manual. Retales
son los 17 fragmentos de obras diversas hilvanados por Juan Rulfo y publicados
en aquella legendaria revista dirigida por Edmundo Valadés, titulada El Cuento. Revista de Imaginación.
Narra
Alberto Vital en la “Introducción” de esta breve obra, que Rulfo entregó estos
fragmentos desde mayo de 1964 y hasta noviembre de 1966. Dicha columna sólo
tenía como propósito hacer llegar a manos de los lectores las hermosas recomendaciones
seleccionadas por uno experimentado como era el sayulense. Sin embargo, para
Rulfo, los retales no eran desperdicio, “sobrante”; antes, eran pequeñas
muestras bordadas con minuciosidad, como aquellos coloridos retazos con que las
abuelas solían coser tibias y arropadoras colchas. En el mismo texto
introductorio se cita:
—Yo escribo por
afición, no soy un profesional. Leo, eso sí; soy un profesional de la lectura,
me interesa mucho la lectura. Y […] no es por modestia, pero quizás hay pocos
autores que leen como yo, a veces leo dos libros por noche… amanezco leyendo,
soy un vicioso de la lectura.
Quizá debido a ese vicio de experimentado lector, es que
en algunos fragmentos Rulfo se atreve a meter la mano, ya sea para modificar,
mejorar o dar luz sobre los pasajes que cita, como bien descubrieron luego de
un detallado cotejo los editores (Jiménez, Vital, Peña), que se dieron a la
tarea de indagar los títulos y las ediciones precisos de dónde provienen estos
girones de entrenado gusto literario.
El
libro está dividido en tres apartados, el primero dedicado a la presentación y
a la introducción; el segundo, a los propios retales, y el tercero, a las
“Noticias” sobre los mismos, en las que aparecen los datos verificados y
encontrados por los editores en la biblioteca de Rulfo, con casi diez mil
volúmenes.
Más que recortes, quizá se inaugura con estos pedacitos
de palabras un nuevo género literario que ayude a verificar las pistas que
conducen a la grandeza literaria. Léalos con placer, que a Rulfo le hubiese
gustado saber que por apenas instantes, uno miraba con sus propios ojos y
zurcía con el mismo dedal. Sirvan estos retales, para traicionar a las
polillas.
Retales [6][1]
Selección
de Juan Rulfo
Por Gregor von Rezzori
[…] Un hombre sale
tambaléandose de la barahúnda ensordecedora de un antro a la incierta luz del
amanecer.
En la arriesgada e imprecisa seguridad de sus movimientos
—la mortalmente seria pirueta del payaso— se advierte al bebedor habitual.
En su vacilante cerebro excitado se entremezclan los gritos
de taberna, discusiones filosóficas, orgullo, humildad, citas, obscenidades,
odio, soledad, credulidad, pureza, desesperación: no conoce el camino de su
casa. Y marcha como un sonámbulo hasta el siguiente cruce de calles, por el que
pasan los rieles del tranvía: dos serpientes de brillo apagado.
Allí, a tientas, con la cabeza erguida como un ciego,
mete el bastón en el carril y se deja guiar como asido a una pértiga. […]
El hombre no sabe nada de la realidad de la ciudad. Ni
nota que la ciudad se despierta, […] No ve los carros entoldados de los
panaderos salir dando tumbos de las oscuras calles laterales. No percibe el
olor cálido, pesado, del pan recién cocido, no oye el traqueteo de los carros
de los campesinos que en pacientes filas se dirigen al mercado, ni el resonar
de las herraduras de sus flacos caballos, venidos de la llanura a las grandes y
tristes calles. No sabe nada de las risas de los últimos noctámbulos con que se
cruza, ni de la inútil llamada del policía que no lo conoce, ni de las sombras
que se desprenden de los porches negros de las casas y marchan a lo largo de
las calles hacia metas desconocidas; no sabe nada del cielo sulfuroso que se
despliega por encima de las copas de los árboles, como un cielo del día del
Juicio; ni tampoco del chirriar desafinado del primer tranvía que sale de la
curva de su terminal y enfila recta, viniendo a su encuentro. Ningún hombre
hace otra cosa que marchar a su encuentro con la muerte.
No oye tampoco el grito lastimero y nostálgico de los
trenes a lo lejos, al abandonar la ciudad para lanzarse, solos, en el país
perdido, hacia una realidad diferente, solitaria y magnífica en sí misma,
remota y nostálgica.
Porque todos —los hombres y las ciudades— están perdidos
en su soledad.
[1] El
Cuento. Revista de Imaginación, año 1, tomo I, número 6, octubre de 1964,
p. 15. El compilador lo extrajo de El
húsar de Chernopol, traducción de Carmen Castañeda, Barcelona, Seix Barral,
1960, pp. 9-10. La edición utilizada para el cotejo se encuentra en la
Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México.