

PD: ¿Quién condenará a Bush por lo mal que la pasaremos en el par de años venideros? ¿Quién dijo yo? Yo: púdrete maldito Bush, tú y toda tu familia de perros parásitos del mundo.
¿A poco no? ¡Está igualito!
Esta tarde-noche he visto a medias una película (de la que no pude saber el nombre), no me entusiasmé demasiado con ella porque el protagonista era Ben Affleck, que para aquellas que digamos se conforman con las carnes es algo más que carne, pero para mí no tiene mucho chiste y me parece medio mensis; bueno, el caso es que comenzó a capturar mi atención cuando a los pocos minutos resultaba que este man que era un ventajoso empresario y que volvía dorado y costoso todo lo que tocaba le daba por inscribirse a un curso que para aprender a escribir diarios, el suyo propio para ser más exactos.
El profe, Pikrim (creo), facilitador del cursillo era insufrible, y en la primera sesión sólo se esforzaba por presentarse y decir algo como: "Hoy comienzan el camino para conocerse a sí mismos, así que tomen su diario y escriban para sí, ¿quién soy?, abur", y se largaba. El Ben, o el Marck (creo), o el como sea pues comenzaba a escribir la cosa esta, no sin hartos trabajos, porque además de las cuestiones laborales, lo distraía una güerota, en la peli Nina, mejor conocida como Rebecca Romijn Stamos, ¿estamos? que además le salía con una jalada de esas imperdonables y que no cuento porque si no ya no ven la peli... en fin que todo esto sólo me llevó, además de a reirme porque no estaba tan mal la historia, me llevó a recordar mi diario. —¿Usted, amigo, no ha tenido infancia?
David Escobar Galindo, 1969, fragmentos
XV / 2
¡Cómo se crece, en músculos y llamas!
Tú creciste conmigo. Terminaron
los juegos y los niños y la guerra
de jazmines y el duende y los terrosos
pantalones de luz y hasta el sonido
del caracol gigante;
yo me volví visible: me dolieron
los huesos con Leopardi,
y las sienes con Kempis,
y el ser total
con Sartre y Schopenhauer;
yo me volví terrestre, y tú, a medida
que progresaba en mí la duda noble,
entrabas y salías de la casa,
lavabas tus cabellos
con agua de las nubes,
recogías hormigas
debajo del naranjo,
enseñabas a leer a las estrellas
—¡ah profundas, silvestres y veraces!—,
preparabas mi tierno desayuno,
mi periódico, mi aire
de estudiante, mi Rocco y mi Carrara;
y —hoy lo puedo decir— tuviste siempre
la gravedad dulcísima de antaño,
y aquel don de llovizna iluminada,
de criatura obediente,
que exhalaba tu carne,
más allá de las manos y el crepúsculo.
¡Te imagino tan mía
como el silencio blanco de la culpa!
¡Suavemente comienzas a vivir,
y yo vivo a tu modo, persiguiéndote!
¡Nadie, nadie nos oye, estamos solos,
tú y yo, en el universo, despertando
de una tarde lluviosa, sólo unidos
por el juguete aquel y por aquella
sonrisa —¡adentro hay gente!—
que nos hizo distintos,
más humanos, más gráciles, más dioses!
He pensado en nosotros este día.
¡Los antiguos y jóvenes! ¡Nosotros!
Y volé por las calles, con el ansia
de llegar. (El recuerdo es casi un salmo.
¡Vamos a ser radiantes
en su nombre!)
Y te encuentro limpiando la despensa
—¡qué desnudez erguida!—,
y alguien llama, y corremos
al unísono, y nadie, son los niños
—¡tú y yo, tú y yo, tú y yo!—
que juegan a asustar
al vecindario...
XVI
A Ricardo Bogrand
Alguien me dijo, un día:
“—Usted, amigo, ¿no ha tenido infancia?”
Yo respondí: “—¡Quién sabe!”
Y estaba solo entonces,
en la más alta luz de mi ciudad,
con las manos hundidas
en los bolsillos llenos de migajas
y recuerdos y polvo;
fue como la campana entre el follaje,
y empecé a caminar, a oír mi cuerpo,
tropezando con gentes conocidas,
y no sabiendo ya
dónde estaba mi puerta,
mi reposo,
mi calor de habitante,
mi familia,
porque en los faros de los automóviles,
y en la marea de los transeúntes,
y en la flor de una verja solitaria,
y en los ojos de un niño vagabundo,
y en la noche que empieza, y en los pájaros
que duermen en la sien de las estatuas,
y en las alcantarillas, y en los botes
de basura, y encima del silencio,
no oía más que aquella voz levísima,
pero firme y aguda y taladrante:
“—¿Usted, amigo, no ha tenido infancia?”
[...]
¡Que no estaba en las cosas, ni en el aire,
ni en la más alta luz de mi ciudad,
ni en la mueca interior de los prostíbulos,
ni en la flor de una verja solitaria,
ni el acero lúgubre del puente!
Era mi propio yo, el encanecido
de mentir, de esconderse, de aferrarse
a una sola verdad: ¡la de los otros!
Era mi propio yo, brotado al mundo
por la rendija sorda del monólogo,
y hoy hablándome, hablándome,
desde todos los ángulos posibles,
con una voz más honda
que la nostalgia de mis pies autómatas;
con una insospechable limpidez
de conciencia y anhelo.
Lo comprendí tan bien,
con tanta fuerza,
que estuve a punto de besar al árbol
más próximo, en un gesto solidario,
porque nadie cruzaba en ese instante.
Mi corazón se deshacía en lágrimas,
lágrimas de vergüenza por mis años
escondidos en negros recipientes,
como fetos, como algas, como frutas
en conserva, mis años, los del hombre
—¡niño aún, pero erguido en altos huesos!—
que frotaba sus ojos con ceniza,
y jugaba un eterno solitario,
y se reía a solas con los ángeles, y pensaba: “—¡Matad para Esculapio
la sonrisa poética de Sócrates!”
Y era miedo. ¡El más agrio de los miedos!
El miedo a ser, a devenir, a verse
cada día en ajenas liviandades,
igual que en un espejo;
miedo a perder un puesto inexistente,
y a pensar en voz alta
cuando alguien duerme al lado,
miedo a soñar y al sueño de otros seres,
miedo al impulso de la propia vida...
Y bastó esa pregunta para que algo
despertara en el túnel, y se hiciera
la bondad de la luz, y lentamente
llegara la respuesta
—más allá del temblor dubitativo—,
y un anciano extraviado por la noche
me enseñara a gritar pidiendo auxilio.
Sigo ignorando cuál era mi puerta,
mi solidez de témpano envidiable,
mis ritos en la alcoba, mis ventajas
de socio, adulador o prestamista;
simplemente soy esto: ¡Una respuesta!
Una respuesta al día que sucumbe.
Y una respuesta a la naciente sombra.
Y una respuesta al ímpetu del alba.
Y una respuesta a mi indagar perenne:
“—Usted amigo, ¿no ha tenido infancia?”
XVII
[...]
Niños, pequeños árboles,
¡perdonadme este brote de neblina!
Yo he crecido también. Me duele el rostro
de tanto llevar máscaras.
Soy uno de ellos. Vivo
rodeado de mentiras y mandatos.
Voy a los arrecifes, grito al aire,
me intereso en la paz,
cuento mis días,
huyo de los tumultos, y respondo
de mi pulcro semblante;
guardo cosas inútiles, bostezo
frente al sol de septiembre, desenfundo
mi riqueza ante un bosque de curiosos,
temo a la soledad,
me baño al alba,
y camino de espaldas a mí mismo;
pero hay algo, en el fondo,
que no es historia pobre,
sino deseo de encontrar la luz
y guardarla en los sitios más cercanos,
de elevar al candor de la poesía
todo lo que es paisaje, tiempo y acto,
de estar aquí, sentado en un rincón,
agitando la espiga
más bella de los siglos.
¡Por eso hablo, y me atrevo
a despertaros!
¡El hambre de nacer
es fuego vivo!
¡Desnuda la palabra, la proyecta
desde un rostro de pronto inolvidable!
¡Y entonces este cuarto, y esta lucha
de contrarios, y el sol por las rendijas,
y el plumero gimiente como un pájaro,
y el centro de la vida, y lo que pasa,
crecen en mí, con la vital pureza
del sentimiento sin explicaciones!
¡Por eso hablo, y me atrevo
a ser el que habla,
aunque haya muerto ya en algún sentido,
mucho antes de nacer esta mañana!
Después de todo, arrecia la llovizna.
¡Y he perdido en un cruce el impermeable!
XVIII
De mi ventana en el segundo piso
—y a través de un ramaje
de calvicies volubles—,
puedo observar fachadas,
resplandores,
perros,
gentes,
basuras,
automóviles,
¡y esta tarde, por fin,
he visto a un semejante
saciando su veloz necesidad
en un depósito de desperdicios!
Son las cuatro de un día
como todos;
se oyen voces amables, pesos firmes,
delicados murmullos, ajetreos
de autobuses, y aquí, cerca, el tic-tac
de mi reloj —dorado como un fruto—,
ruin tasador
de vida indiferente,
mascarilla de inútil cloroformo,
degollado verdugo, ¡yo de espaldas!
Y esta tarde me siento ante mi máquina
de escribir, forcejeando con la historia
de un ayer interdicto:
¡Qué empresa de mortal,
qué dedos locos,
qué árbol sin limpidez,
qué orilla hambrienta!
¿No habéis oído mi primera estrofa?
¡Ah, es un ruinoso cuerpo
de luciente verdad
casi mentida!
Pero las ratas, las malditas ratas,
se han comido —¡mirad!—
la palabra universo,
y entonces todo pierde su valor,
su importancia,
su garbo.
Y esta tarde me siento inmarcesible
—como recién llegado,
sí, ¡quién sabe!—,
dueño de un breve espacio
sólo mío
donde reina el desorden, donde crecen
las migajas igual que duendecillos,
donde conviven Kempis y Vallejo,
donde hay un cartón blanco en que se lee:
“Dios me ve”, donde pienso en las Cruzadas
con un poco de amor inexplicable;
pronto mi corazón estará viejo
de tanto recordar estrechos días,
mas con una vejez que siempre es hálito
—¡leve espejo incipiente!—,
porque las cosas se hallarán entonces
mucho, mucho más viejas:
¡Esto es por el filósofo que duerme
algunas noches en nuestra cocina!
Aunque se vive a pulso
—en eso acierta—,
¿quién puede responder
cada pregunta?
¿Quién es capaz de dar
fragancia en el siroco?
¿Quién dispone una trampa en donde caigan
los rojos seres de las pesadillas?
¡Nadie, nadie! ¡El amor nos viene a ciegas,
en cosas simples,
casi desechables!
¡Y se vuelve de súbito comprendida belleza!
Pero yo soy aquí el que busca estímulos.
(El que llena el papel
de ojos blindados,
y sueños burbujeantes
como heridas).
Y esta tarde, después de reposar,
y oler las rosas que hoy por la mañana
trajo una buena amiga,
y oír el agua próspera del grifo,
y hacer la diaria gira a los sucesos,
y peinarme el cabello aletargado,
después de hundir la mano en los poemas
de versátil frescura,
me acerco un solo instante a mi ventana,
¡y allí está un hombre, allí,
de carne y hueso,
saciando su veloz necesidad
en un depósito de desperdicios!
¡Y esta tarde es la mía, toda mía!
La del rostro que estalla contra el yunque,
como tensa granada.
La de rezar un salmo por las ratas
que se han comido —en mi labor de ayer—
la palabra universo.
La tarde de mis ojos doloridos,
de mi sabor a cómplice en los labios,
del crespón que protege mis medallas,
del cactus frente a todos los espejos,
de la gota que inunda la bañera
(¡la ciudad, el país, el ancho mundo!),
del musgo repentino en las paredes,
de mi grave regreso a la ventana
—¡segundo piso de un total destierro!—
desde donde se observan ya otra vez
solamente fachadas,
resplandores,
perros,
gentes,
basuras,
cosas muertas.
XIX
Secreta Soledad
[...]
No. No eran ésos. Nunca
fueron mis semejantes. Los oía
callar tras el sopor de sus vajillas,
entre sus perros limpios,
bajo sus hipotéticos hallazgos.
Yo me hallaba muy lejos,
en un rincón de cándida espesura,
sin relojes, ni copas,
ni fiestas de cumpleaños,
deshojando un amor de manos blancas
robadas al insomnio;
respiraba la brisa de noviembre
y el hondo aroma de la tierra viva;
no podía salir
simplemente a las calles
y saludar al hijo del vecino,
y cortar una flor para la Virgen
en el jardín de al lado,
y hundirme en el ayer
—¡secreto y próximo!—
como un niño en las aguas
de la alberca...
¡Yo desgarraba el eco, las entrañas
azules de mis ojos,
la humareda sutil
de los cuentos de hadas,
el escombro del último
pecado de mi padre!
¡Ah intensa guerra mía,
toda mía!
¡La aventura del ángel
por el mundo!
¡La ebriedad de un demonio
inolvidable!
¡Yo me sentía fuerte y derrotado
por el cariño de las limpideces!
¡Yo tenía diez años
y cien siglos a un tiempo,
pues ya necesitaba reconquista,
y aspiraba una ráfaga de lirios,
de granados, de cedros, de horizontes,
y estaba solo,
tercamente solo,
sólo abierto a las húmedas estrellas!
[...]
XX
[...]
De seguro me veis
solitario en las calles,
mudo entre los sonoros
transeúntes,
sordo a la voz que nace
de un mitin veraniego,
desprovisto de furia, de cuchillo,
de corazón sangrante en la solapa,
de motivos voraces,
y pensáis que es inútil
la llama de mis días,
y que el tiempo febril
nada deja en las manos
de quienes no construyen
la conciencia del tiempo.
Sé que sentís un poco
de lástima por mí.
Y eso también me hace aprender
que existo,
que no soy un secreto
paraje de ceniza,
la memoria de un rostro nauseabundo,
o el último ventrílocuo
que teme a los fantasmas.
¡Los fantasmas no emergen:
sólo el hombre,
frágil y elemental, casi telúrico!
¡Yo soy el hombre, el yo que somos todos!
¡Tengo una casa, un árbol, una luz
para las noches de tormenta,
y un pequeño horizonte
de estanque y de vecinos,
desde donde las nubes parecen amigables!
¡Ah y tengo un infinito derecho a desnudar
mi espíritu en la sien de los rincones,
y a callar mientras pulso
mi aventura en el tiempo,
y a estar alerta sólo en el instante
en que pueda gritar con mis propias reservas!
Me explicáis el peligro
de la roca, del musgo;
me advertís que mi frente
comienza a desnudarse de su aroma sencillo,
que en la niebla mis ojos
semejan un metal,
que mis pulmones hablan
idioma de raíces,
que nunca, nunca guardo en mi bodega
huesos de refugiados;
y algo habrá de razón, por eso busco
la forma de deciros
—¡sólo a vosotros, los de sueño grave
y apacible conciencia!—
que también amo el ritmo
de vuestros corazones,
la edad del hombre justo
—que nadie alcanza aún—,
el látigo que arranca
las células manchadas,
la mies que brilla en torno
de las ciudades muertas,
y el claro ventisquero que nos hará perder
las sucias vestiduras.
Amo el viento y el sol y el agua tierna
que se bebe en los campos.
Siento en mí el hondo impulso
de la vida,
aunque a veces me encuentre lleno de soledad,
y camine despacio, como sombra que busca
su asilo en los roquedos.
Amo mi voz, mi frente,
mi iglesia,
mi ciudad,
sus tejados airosos,
la dispersa neblina,
sus calles inconformes,
las gentes que conozco,
sus brotes de sequía
y desconsuelo;
amo el aliento de la claridad,
mi transparente zona de volcanes,
el oscuro recuerdo de luchas sin descanso,
la salobre violencia del que llora de espaldas,
este convencimiento de que se abre
sólo una puerta dulce por otras cien amargas,
lo amo todo en silencio, pero lo amo,
y aunque jamás he estado en una cárcel,
sé que en cada orfandad,
en cada gesto
marchito, en cada nueva experiencia, algo se borra
de la faz que mostramos al aire del otoño,
y algo deja una huella
total en nuestros símbolos.
¡Es el golpe de fuego
de la savia!
¡La mano que revela
calladas cicatrices!
¡El triunfo dolorido
de una voz sobre todos los silencios!
[...]
¡Amigos míos, hombres de la cruz y el venablo,
jamás he estado en una cárcel!
¿Pero podéis decir que no soy otro
de los injustamente condenados?
XXI
Llagado como tú, río del alba,
nervio de la quietud,
mástil de los ancianos pensamientos;
llagado como tú, llagado y simple,
mi cariño recoge
su infancia hecha preguntas
y se va, por la tarde, hasta los bosques
donde perece el leñador
con una llama entre las sienes,
y grandes cuerpos de neblina
se enlazan bajo las estrellas;
alguien llamó a primera hora,
preguntando por ti,
cercano espíritu que ahogo:
no es posible explicar
a cualquiera que has muerto,
o, más bien, que lo harás
en el minuto exacto
en que las aves crecen
hacia un sol gemebundo [...]
Yo me iba a desnudar
mis adversas funciones,
el peso de mi sangre, las orillas
de la acequia, el estiércol del olvido;
y luego regresaba,
sucio por dentro, ¡impávido!,
desenterrado de una niebla pobre,
y todo era en mi cuarto resistencia,
solidez impoluta,
largo espejo punzante,
y ya no estabas tú, porque te oía
quemar la hierba
con tus propias lágrimas;
débil voz de neblina, solo, entero,
parecías morir
en un hueco naciente
y el sonido del sol
—¡qué eterno en cada sombra!—
rasgaba mis papeles, mis espaldas,
mi ajuar de solitario
y de profeta.
¡Viejo espíritu mío, tercamente
te condeno a la nada,
mas a la suave nada del amor
por las cosas vividas!
Levantaré una iglesia en este sitio;
te compraré una lámpara
que amen todos los árboles;
pondré un aviso a los paseantes tristes:
“Amigos, una ráfaga de luz
duerme bajo esta tierra”.
Y yo, tomaré un rumbo,
cualquier rumbo,
¡no importa!;
son tantas las palabras
que esperan una voz,
hay tantos huesos fríos
y sedientos de música,
que no importa cuál rumbo
se tome, siempre, siempre
se llegará al lugar
donde el hombre amanezca
para el hombre...
XXIII
Dejadme ser el alba:
estoy despierto
desde antes de los gallos, afilando
mi frente en al neblina,
recogiendo mendrugos
de la cena de ayer,
poniendo en orden
todo lo que existe
sobre mi corazón en tensas nubes,
y aun con este agudo imperativo
de cantar a la hierba y a los árboles
y al amor de los seres y al orgullo
de estar aquí, en un reino de colinas;
yo fui niño una vez,
completamente;
sentía miedo al aire de la noche,
me comía las uñas
los días de visita, recordaba
pequeños nombres idos:
“Tu, ¡la abeja!,
¡la sierpe!, ¡el quieto Dios!,
¡la cruz de mayo!”;
y sé que había en eso voluntad,
fuego de ser, ausencia
de pecado, aunque al fin los años pasan
y se tiene automóvil y criterio,
voz y voto en las graves disyuntivas,
y un destino que manda
y que abre luces
en las habitaciones de los muertos;
y me encuentro hoy así,
mudo, sin lágrimas,
y clamando con fuerzas infinitas
por mi derecho a la perennidad,
a mi sitio en el alba,
a mi mensaje:
descorriendo la tímida persiana
para integrar un mundo, una distancia
contenida en el suave resplandor
de dos ojos amados,
y en la paz de la huerta y el aliento
de los grillos y el musgo en las baldosas.
¡Soy un hombre cualquiera:
el que perece
de neumonía o muerte o desencanto!
¡El que guarda fresquísimas pasiones,
y dispone su silla ante el crepúsculo,
y se engolfa en Bergson
o acaricia su gato
o sólo existe!
Basta una aldaba, el nombre de una calle,
dos centavos de luz cada mañana,
y el corazón pronuncia
la palabra ¡milagro!;
basta reír con la caída ajena,
y aprender que la edad se hizo para otros,
y que un día los mayas existieron,
para que este universo
—¡el más absurdo!—
vuele como una ráfaga de moscas
y deje el sitio pulcro,
amable, dulce,
donde elevar el índice del tiempo;
yo no sé más: ignoro
qué avidez es la justa,
qué recuerdo es el fértil,
qué pureza es la viva;
tengo diez años de encontrarme aquí,
rondando estos objetos, esta caja
de caudales vacía, este reloj
de oro falso, estas ropas
olorosas a sueño, esta ciudad
en que se ríe a veces y otras muchas
se deja de reír, porque no importa;
conozco a gentes varias, y entre tanto,
no conozco a ninguno: “Así se empieza
—dice uno de los árboles del barrio—:
se empieza por mover las hojas tiernas
y hacer temblar recónditos follajes”;
pero yo cruzo, y luego son las seis
en la torre más alta, y sólo hay sombras
y sonidos y brisa y yo y mi código;
¡qué lejano está Dios,
qué cuesta oírsele!
El domingo pasado,
al encender la radio,
sentí su soledad: alguien hablaba
de viejísimas piedras
y cantares indígenas
y el sol del Sinaí y el sol de América,
y detrás de esa voz, como el murmullo
de un beso inevitable,
se oía un mar: ¡el llanto de la Historia!
Yo pensé: ¡Dulce Dios, quiebra esta sílaba,
rompe esta sucia máquina, proclama
la niñez del consuelo!
Y entonces era tarde para siempre,
y un vecino lloraba en su cumpleaños,
y el pequeño ejemplar
de Kempis en mi mesa
se fue apagando suave, suavemente...
Dejadme ser el alba:
yo, un don nadie.
Dejadme ser el alba:
yo, el que escoge
la difícil conciencia.
Dejadme ser el alba:
¡un hombre vuelve
de su alcoba de otoño!
Dejadme recoger el desperdicio
de la siembra imposible.
Ya estoy en mí —casual o metafísico—
y el roído estupor no me desangra,
porque hace largos días
que habito este lugar,
esta pocilga,
y sé ya quiénes son mujeres fáciles,
y qué extraña pasión está de moda,
y a que precio se compra el desenlace.
Pero yo necesito ser el alba;
necesito cantar cuando otros duerman,
y lanzarles el húmedo periódico
por la rendija de sus vocaciones,
y gritar, con pulmones de lechero,
que este día es el último mañana.
Dejadme ser el alma del silencio.
Dejadme ser el alba: en este instante.
¡Quiero iniciar el siglo, la marea,
con mis pequeños huesos de contrito,
con mi fiebre de bestia inmemorial,
con mis pecados
y mis claridades,
con mis débiles fuerzas infinitas,
con mis hijos ocultos: sobre todo,
con este claro viento en que se enredan
tenaces golondrinas, ¡sursum corda!
Dejadme ser el alba: estoy despierto
desde antes de los gallos; y he escuchado
lo que dijisteis en el sueño: ¡ahora
sé que debo arrancaros con el miedo
de la noche, con furia si es preciso,
el privilegio de la voz abierta!
Durand, Mercedes y David Escobar Galindo, Las manos en el fuego, Ministerio de Educación, Dirección General de Cultura, Dirección de Publicaciones, San Salvador, El Salvador, Col. "Poesía", vol. 25, 1969.